pásalo
Azahares
Nuestra humilde flor sin heráldica continúa haciendo prisioneros
Antes que las túnicas colgaran de las perchas del salón, planchadas y limpias como un traje de estreno, al volver de la esquina ya te entusiasmaban los clarines alegres, embriagadores y orientales del azahar. Esta ciudad puede estar comida por la boca insaciable de su ... inmundicia y por los malos olores que se desprenden de su buen trato con la garduña, pero todo lo tapa, como en medievales tiempos alérgicos al baño, el perfume blanco, mínimo pero potente, de la flor que reclama su sitio en el escudo de la ciudad. ¿Hay formas de reformar el PGOU de nuestro escudo y de nuestra bandera para hacerle sitio a la más noble y popular flor de nuestra jardinería? El olvido es una de nuestras virtudes más acendradas. Tampoco se queda corta la indeseable familiaridad con la que maltratamos todo aquello que pide a gritos altares y consagraciones. Somos mal pagadores de lo que mejor nos define. Viene un forastero y, como un perro de caza con el olfato afinado, se refugia bajo un naranjo para alcanzar ese éxtasis que decía Cernuda que ganaban los andaluces tras un arco. No hay quien lo saque de ese refugio contra la vulgaridad contaminante. Porque, en menos que canta Rosalía su Motomami, el tipo ya se ha convertido en adicto. De por vida esnifará la fragancia pura que resbala por el cuello de la ciudad y que se le quedará grabado en el cerebro de su hedonismo. Uno más. Otro de miles y miles. Nuestra humilde flor sin heráldica continúa haciendo prisioneros…
Ni Chanel, ni Hermes, ni Dior, ni Cartier, ni ese carísimo perfume que predican las influyentes sin miedo a la inflación subyacente, el carísimo Baccarat Rouge, le llegan al tacón heteropatriarcal al azahar. Simplemente son la peste al lado de tan pura química natural. Sevilla tiene su cielo y su suelo, sus luces y sus apagones de Endesa, sus tragos y tragaderas, sus huesos de santo y los que olvidó enterrar la memoria, sus vacilones y sus circunvalaciones por terminar, sus notorios y notarios, su guasa y su mandanga, sus ortodoxos y heterodoxos. Eso, perdonen mi sinceridad, lo tiene cualquiera. Y me acojo al derecho de amparo de una frase de Wilde por tan mesocrática franqueza: «es doloroso decir la verdad. Pero es mucho peor verse obligado a decir mentiras». Las mentiras se las dejamos a los que le cobardean al dolor de la transparencia. Todas las ciudades del mundo tienen lo que les dije más arriba. Pero lo que solo tiene en exclusiva de marca una ciudad como la nuestra, compartida con otras andaluzas que se perfuman como en los días de bodas, es su laboratorio, su agencia espacial del azahar...
¿O todo es la conclusión de un estado de ánimo, la suma perfecta, mucho mejor contada que la de Yolanda, de una concatenación de geométrica progresión de impactos sensoriales? Meridionales al fin, somos galeotes de una galera de plata que busca siempre el puerto de la primavera con la brújula de los años vividos y sentidos. Mucho mejor que yo lo decía un capataz que le pedía a sus costales una analítica de sangre, que era verde u horchata. Decía aquel León del martillo: Sevilla está para follársela…Y quizás de eso se trate. De que esta ciudad solo vive y ama durante quince días al año. Lo que dura la droga intensa y fugaz de su mejor azahar…
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