Tribuna Abierta
Más necesarios que nunca
El camino está lleno de enormes dificultades y exige una completa entrega, pero, a la vez, es fácil. Basta con emular el ejemplo de los grandes misioneros de la historia
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A veces se nos presenta el Domund como algo periférico a nuestra vida cristiana, casi ajeno a nuestro día a día, un compromiso que una vez al año debemos atender con discutible entusiasmo. Pero nada más alejado de la realidad, el Domund no es una ... fecha sino una actitud del corazón que vivifica toda la Iglesia y toda nuestra vida de fe.
Recuerdo, hace no sé ya cuánto, una conversación con don Antonio Montero, entonces Obispo Auxiliar de Sevilla, en presencia del Cardenal Bueno Monreal. Eran momentos duros para la Iglesia, con secularizaciones y desconcierto. Muchos sacerdotes veían resquebrajarse su fe ante un mundo que venía, difícil de interpretar y al que, a veces, no sabíamos cómo evangelizar. En esta conversación, con la ilusión de mi juventud, le aconsejé a Monseñor Montero, que a los curas con dudas y problemas, lo mejor era animarlos a compartir una experiencia misionera que pudiera llenar de sentido, de nuevo, su ministerio. Algunos fueron y nada pudo ser más revitalizador para su fe y su compromiso evangélico. La misión los transformó con una nueva actitud del corazón.
Vivimos unos tiempos en los que no podemos negar que la inmigración irregular es un problema que cada vez preocupa más a nuestras sociedades, generando actitudes poco cristianas sobre las que el Santo Padre se ha pronunciado reiteradamente. Ante este fenómeno se podría pensar que el Domund en particular y la misión ad gentes en general están en cierta manera superados. Pero son ahora más necesarios que nunca. Nuestros gobiernos reciben pero no acogen a quienes llegan a nuestras costas dejando un rastro de muertes, y hacen recaer sobre la sociedad la responsabilidad de una integración que puede no ser querida por ninguna de las partes, y que genera problemas de convivencia.
En contraste, el misionero es quien corre al encuentro del hermano necesitado. No los trata como a una a una masa que hay que encauzar, sino que, en cada uno ve el rostro de Cristo, al mismo Cristo. No pretende ayudarlos desde una posición de superioridad, distancia o comodidad, sino que se funde con ellos y hace suya su pasión. No se limita a esforzarse para que tengan cubiertas las necesidades materiales básicas, aunque, como nos recuerda San pablo VI, «la Iglesia nunca ha dejado de promover la elevación humana de los pueblos, a los cuales llevaba la fe en Jesucristo», sino que busca el verdadero desarrollo que transforma y revitaliza, que culmina en «la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres», como también nos dice este papa. Por eso la misión ad gentes es ahora más importante que nunca. Porque nada necesitan más las naciones abatidas por la pobreza o rotas por la guerra que el conocimiento y la vivencia profunda del Cristo Crucificado, que solo el misionero que entrega su vida en la misión es capaz de inculcar.
El camino está lleno de enormes dificultades y exige una completa entrega, pero, a la vez, es fácil. Basta con emular el ejemplo de los grandes misioneros de la historia, desde San Francisco Javier, el divino impaciente, a Santa Teresa del Niño Jesús, el padre Ricci, Daniel Comboni y su célebre frase «África o muerte», convencido de la capacidad de la misión evangelizadora para redimir ese continente que todavía sigue desangrado por tantos males, o, en nuestro tiempo, Vicente Ferrer. Son ellos ejemplos de amor y entrega que si hace falta llega al martirio.
Además, los misioneros no solo evangelizan en los países de misión, sino también en los países que los envían. Lo hacen cuando relatan aquí lo que hacen allí, sembrando vocaciones misioneras, como la del propio Daniel Comboni gracias a los relatos de que ofrecían los misioneros que regresaban al Instituto del Padre Mazza. Pero también lo hacen actualmente a través de esos centenares de jóvenes generosos que comparten su obra cuando cada verano emplean sus vacaciones en colaborar con las misiones en tantos países. Parten con la idea de ayudar a los demás y vuelven con un proyecto de vida renovado.
El Domund debe ser un empeño esencial de toda la Iglesia y de todos los fieles No son las cifras ni el importe de las colectas, aunque también, lo importante sino un despertar, ya que no hay misión sin misionero. Debe ser un fervor que se despliega para recordar que la misión está en el centro de nuestra vida cristiana, un despertar que nos hace vivir en lo cotidiano lo que es contemplativo .Animados por el Espíritu, para este día del Domund, de nuevo los niños, como aves volanderas, recorrerán las calles de nuestras ciudades, desde los colegios, pidiendo para la colecta, llenándonos de alegría y podremos ver, con los ojos del alma, al Divino Impaciente caminando feliz entre ellos. A la vez muchos ancianos detraerán de su pensión, a veces exigua, una parte para las misiones. Todo para abrirnos una nueva actitud del corazón.
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