QUEMAR LOS DÍAS

Olor a carne vieja

Qué vergüenza, papá, me dijo mi hija al día siguiente. ¿Vergüenza por mí, por ti, por él?, quise saber

La de cosas que uno aprende en vacaciones. Una de las que he aprendido en estas es la palabra japonesa Kareishu. Se utiliza para referirse al «olor de la gente mayor». En Japón, se asocia al respeto que transmiten los ancianos. En España, es el ... olor de «casa de la abuela». Científicamente, tiene que ver con una molécula, la 2-nonenal, que desarrollamos a partir de los cuarenta años.

Cuando yo era un churumbel, una persona de cuarenta me parecía alguien bastante mayor. Con cerca de cincuenta que ahora tengo, los de cuarenta me parecen jóvenes. Y ya hace casi diez años que, según la ciencia, ando segregando 2-nonenal, o, por decirlo crudamente, huelo a viejo. Pero lo mío no es Kareishu: no transmito demasiado respeto, ni siquiera entre mis propios hijos. Que mi mujer no se entere: meto barriga cuando me cruzo con alguna muchacha en la playa. Aunque sé que es un ejercicio ridículo, porque me he convertido en alguien invisible. De más joven, por cierto, solía ser más implacable con el paisanaje playero. Cómo se atreve esa señora a ponerse un tanga, por ejemplo. Hoy, empatizo de forma inmediata con los cuerpos panzudos y estriados. Me entran ganas de recitar bien alto a Baudelaire: «Mi semejante, ¡mi hermano!».

Para esto del respeto, no ayuda olvidarse las gafas de la presbicia en casa cuando tienes que ir al súper. Necesito alejar tanto el bote para saber si es champú o suavizante que parezco Hamlet hablando con la calavera. La escena, desde luego, es digna de Shakespeare: «¿Qué se hicieron de tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes que animaban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya de músculos, ni puedes reírte de tu propia deformidad...».

Mi amigo Peláez es precavido y nunca sale de casa sin sus lentes. Son pequeñas, desplegables, sin patillas: se ajustan a la nariz, como dos pequeñas lupas, y, de repente, le echan encima quinientos años. Algo bastante incongruente con su espíritu. Es el mayor de nuestro grupo de amigos, pero el más juvenil de ánimo. Su larga colección de camisas solo compite en estridencia con su larga colección de zapatillas deportivas, que compra de forma compulsiva, para desesperación de su mujer. Sin llegar a su nivel, yo también intento vestir casual, desenfadado. Mi hija Alicia es inconscientemente despiadada: «Pareces Adam Sandler, papá». O lo que es lo mismo: pollavieja intentando ir de joven enrollado. El otro día, volvía de noche a casa y me la encontré con su nuevo novio en la puerta. No me quedó más remedio que saludarlo. No supe si darle la mano o chocársela, como hace ahora la chavalería; la dignidad se impuso y me decanté por el estrechamiento clásico, el de toda la vida.

Qué vergüenza, papá, me dijo al día siguiente. ¿Vergüenza por mí, por ti, por él?, quise saber. Encontré mucha piedad en su silencio.

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