quemar los días
Maneras de vivir
Treinta años han pasado ya de la muerte de Kurt Cobain. Pero el grunge se nos quedó dentro para siempre
Leo la noticia y me cuesta asimilar que hayan pasado treinta años. Así que acudo a mi carpeta de los recortes antiguos y allí está: Kurt Cobain se suicida volándose los sesos con un rifle en su casa de Seattle. Al tocar el recorte, de ... Diario 16, con el papel amarillento y poroso, y conservando aún su olor de periódico antiguo, siento como si pudiera transportarme a aquel momento, a aquella mañana en que, golpeado por la noticia, decidí que debía guardarlo, igual que he hecho en otros momentos contados, como evidencia de un acontecimiento histórico. No era capaz de calibrar entonces hasta qué punto ese acontecimiento influiría en mí y en mi generación.
Treinta años, qué barbaridad. Aún puedo verme con mis camisas de leñador y mis vaqueros arrugados, con la melena desaliñada y, sobre todo, con aquella terrible pose de adolescente atormentado que hoy me produce una inconsolable ternura. Durante bastante tiempo, renegué de lo grunge, resguardado tras el parapeto de la música metalera. Pero sí, fui un grunge, y Nirvana fue mi bandera, la sintonía de mi rabia y mi malestar en mis años jóvenes. Solo ahora alcanzo a entender la suerte que tuvimos los de mi generación al disfrutar del último momento verdaderamente genuino de la mítica del rock, igual que nuestros padres habían vivido el de los Beatles y nuestros abuelos el de Elvis. Desde entonces, todo es sampler y autotune.
Cobain era un pobre diablo, un yonqui superado por las circunstancias de un éxito que no supo digerir, pero también un joven hipersensible, capaz de transformar el dolor en ondas eléctricas rabiosas en las que nos bañamos todos. De paso, nos dejó un poso de insatisfacción, de descreimiento, que se cronificó, y que reconozco en muchos de mi edad. Nirvana, el grunge, nos construyó una personalidad, una manera de estar en el mundo, ni mejor ni peor que cualquiera, pero sí distinta. Los grunges de entonces somos los ciudadanos de ahora, esos que se entrampan con hipotecas que no terminarán de pagar hasta más allá de la jubilación, esos que, más calvos y más gordos, más canosos y con más arrugas, esperan a sus hijos a la salida del cole, visten de corbata de lunes a viernes suplicando la llegada el fin de semana, llevan a sus familias de compras por los centros comerciales, y en las cadenas de textil que producen la ropa en el tercer mundo a precios vergonzantes compran camisetas de Nirvana, asumiendo con algo de sonrojo la cuota de impostura. Siempre fuimos, en realidad, niños de papá disfrazados de inconformistas, pero había orgullo en aquella pose, una forma de estar y de ser; como cantaba Rosendo, que fue grunge antes de que el grunge existiera, una manera de vivir.
No éramos, no somos mejores ni peores. Solo distintos.
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