quemar los días
Inclinado en las tardes
En otro tiempo, asociaba el verano al frescor de las piscinas y la música de radiofórmula. Ahora aprecio sobre todo cómo logra conseguir que el tiempo se derrita
APROVECHO las largas tardes de canícula estival para saldar deudas pendientes. Una de las más acuciantes era ver, por fin, 'Sátántangó', la colosal película de Béla Tarr. Siete horas y cuarto de metraje para adaptar una novela de László Krasznahorkai que tiene poco menos de ... 300 páginas y en la que se cuenta el fracaso de una granja colectiva en los estertores de la Hungría comunista.
El cine de Béla Tarr es singularísimo, entre otras cosas por su concepción del tiempo fílmico. No hay apenas elipsis en su forma de contar: las cosas suceden con la misma morosidad que en la vida real. Cuando dos personajes se alejan por una pradera, Tarr aguanta el plano hasta que esos personajes desaparecen en el horizonte. Con su sempiterno blanco y negro, es capaz de crear planos de una belleza equiparable a los lienzos de Caravaggio: puro cine contemplativo, moroso, que invita al espectador a detenerse en el tiempo.
Decía Susan Sontag que podría ver 'Sátántangó' una vez cada año por el resto de su vida. No me parece mala terapia como forma de recuperar el placer de la contemplación sin las servidumbres de la aceleración. Aunque es de 1994, hoy una película así resulta impensable. De hecho, Béla Tarr, dueño de una escueta filmografía, colgó las botas en 2011 con El caballo de Turín, otro prodigio cinematográfico, al que uno debe asomarse como quien observa vidas ajenas desde el ojo de una mirilla. Supongo que siempre fue consciente de que su cine era incompatible con el mundo actual.
Hace un par de años, llevé a Pablo a Madrid a un espectáculo de freestyle olvidable. Pero volviendo a Atocha para coger el AVE, teníamos tiempo y nos metimos en el Reina Sofía. La hora completa se nos fue contemplando el Guernica. Pablo fue paciente mientras me dejaba mirar el lienzo, que había visto centenares de veces en fotografías pero que ahora se me revelaba como una obra distinta, como si se desnudara para mí por primera vez. Hubiera podido permanecer allí un día entero, contemplando los detalles de la obra, casi sintiendo al autor avanzando en la complejidad del dibujo. Hay obras que gritan, y el Guernica es todo él un coro de gritos doloridos. De camino hacia Atocha, porque la hora apremiaba, me embargó una sensación de ingravidez y ligero mareo parecida a tomar un par de cervezas en ayunas.
En otro tiempo, asociaba el verano al frescor de las piscinas, la música de radiofórmula y la alegría de los gritos de los niños. Ahora aprecio mucho más la forma que tiene la estación de conseguir que el tiempo se derrita, y que las tardes se dilaten con suave cadencia, como la cera de una vela que nunca se agota. Como los ojos oceánicos a los que el poeta tiraba sus tristes redes, me inclino sobre las tardes y las exprimo enredado en el bello arte de perder el tiempo.
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