quemar los días
Chícharos
Toda la existencia, y en realidad el universo, se reducía a una actividad gástrica
He perdido la cuenta de las veces que he visto El Mago de Oz. Tantas, que soy capaz de reproducir en mi cabeza, con total nitidez, buena parte de sus imágenes, como si pudiera proyectar la película en la pantalla de mi memoria. Una de ... las que tengo marcada a fuego es cuando el perro Totó descubre, tras la cortina, que el Mago de Oz no es en realidad tal sino un farsante, que se limita a trastear entre botones y palancas para producir la ilusión de la magia.
El otro día viajé a Barcelona y el regreso a Sevilla era a la hora del almuerzo. El aeropuerto de El Prat es una pequeña ciudad del consumo y el lujo, pero esta vez me sorprendió especialmente la gran cantidad de gente guapa que vi. Gente guapa y con mucha prisa.
La cola en el puente de embarque para entrar en el avión iba lenta. Ya estaba a punto de hacerlo cuando miré hacia la cabina de pilotaje. El piloto estaba inclinado sobre un tupper de considerables dimensiones. Daba cuenta de un potaje de chícharos con todos sus avíos, con una servilleta de papel haciendo las veces de babero.
No me pregunten por qué, pero sentí un miedo instantáneo. De repente recordé aquella secuencia de El Mago de Oz tras las cortinas trajinando entre botones. Después de atravesar cientos de metros de lujosas tiendas de Duty Free, de falsas abacerías exhibiendo en sus vitrinas surtidos de ibéricos con texturas de plástico, de self-services que solo venden comida healthy, tras una ciudad atiborrada de gente guapa y sin tiempo, el piloto que debía conducirnos a nuestro destino comía su guiso de chícharos en la cabina solitaria. El chaval era joven, así que pensé en que el guiso había sido preparado por su madre días antes, y después distribuido en varios tuppers para que el piloto tuviera plan de comida durante algunos días.
En la parte delantera del avión, la de la gente vip, reconocí a un actor, un cantante y un alto directivo. Junto a mí viajaba un alemán que se peleaba con un periódico tamaño sábana, y detrás de mí una joven italiana intentaba todo el tiempo apaciguar los llantos de su hija. El avión despegó, y durante la hora y media de vuelo no pude dejar de pensar en aquellos chícharos. La vida del actor, de la cantante, del directivo, del alemán lector de prensa y de la italiana y su hija, igual que la de todos los pasajeros que minutos antes deambulábamos por las tiendas duty de El Prat, dependíamos de la correcta digestión de aquel potaje. Toda la existencia, y en realidad el universo, se reducía a una actividad gástrica. A más de diez mil pies de altitud, tuve una epifanía: para qué tanto alboroto, tantos desvelos; qué sentido tiene correr, preocuparse, enfadarse con el mundo. Qué somos sino chícharos.
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