Quemar los días
En el centeno para siempre
Empiezo a entender a esos ancianos que pasan las mañanas observando una obra
Llego al final de la biografía de Wittgenstein de Ray Monk y, en efecto, es tan inmensa como me habían advertido. Los momentos finales del filósofo son durísimos: se consume por un cáncer de próstata intentando luchar contra su propia soledad. Impresiona que, después de ... una vida consagrada al solipsismo, a rebuscar en su interior y en los pliegues de su yo, busque todo el tiempo compañía y afecto. Necesita estar rodeado de gente. Necesita alteridad.
Este martes se cumplirá el primer aniversario de la muerte del viejo. Llevan razón quienes afirman que no hay ninguna cosa que te transforme tanto como la pérdida del padre. En mi caso, la transformación tiene que ver con cierta capacidad de aprender a verlo todo con perspectiva. Un asiento del ánimo, un raro sosiego como de árbol con raíces asentadas. El envés de la hoja tiene que ver con la presencia de la muerte, con la asimilación de su cercanía, con la necesidad de aprender a convivir con ella de manera más directa, como un vecino que se muda a vivir a la casa de enfrente.
Quedo con los amigos de siempre, y a la hora de los cafés sale el asunto de los achaques. P. ha pillado cita para una colonoscopia, y V. sufre mareos que le resultan desconcertantes. Es lo que nos queda, a mejor no vamos a ir, bromeamos. Tras leer la biografía de Wittgenstein a media tarde, yo mismo soy quien padece cáncer de próstata. La angustia se apodera de mí, solo en casa, mientras afuera anochece. El cáncer está, de hecho, tan extendido, que saberlo ahora no me librará de la muerte. Una muerte que será, además, dolorosa. Cuando la angustia está a punto de derramarse por mi garganta, me visto y salgo de casa como si huyera de un fuego. Necesito humanidad, ver rostros, escuchar gritos. Frente a mi casa, hay un centro deportivo, donde cada tarde se reúnen centenares de niños. Oír sus ruidos resulta lenitivo. Son como un gran abrazo.
Me gusta estar solo, pero a la vez necesito a la gente. Empiezo a entender a esos ancianos que pasan las mañanas observando una obra. Tiene que ver con la sensación de sentirse parte de algo. Cuando ves gente, cuando oyes gente, tu sufrimiento se diluye. Te ayuda a entender que no eres nadie, o si lo eres resultas tan ínfimo y discreto como una hormiga.
Hay pocas novelas que me hayan marcado tanto como El guardián entre el centeno. Y hay pocas que resulten tan yoístas. Sin embargo, el título es un canto a la alteridad: Holden Cauldfield, su joven protagonista, imagina que observa a cientos de niños jugando en un campo de centeno. Como le confiesa a su hermana, él sería feliz simplemente permaneciendo allí para siempre, como un guardián, observando a esos niños, contemplando sus juegos, preservando su alegría. No concibo una imagen que pueda provocarme mayor paz.
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