quemar los días
Cambio de hora
De la sorpresa pasó a la angustia, y de ahí a un placentero vértigo
SE despertó inquieto de madrugada con mucha sed. A las tres de la mañana, esa noche, volverían a ser las dos, y eran las tres menos dos minutos por el reloj digital de su mesilla de noche. Entró en el baño y se agachó bajo ... el grifo, dejando que el agua corriera profusamente por su boca y su barbilla. Al incorporarse, antes de apagar la luz, por un instante, se observó en el espejo. Sintió, de repente, como si el espejo se agrietara, como si se estrujara como un papel. La pesadilla que lo había despertado continuaba, dedujo, sin excesiva preocupación, y enseguida regresó a la cama.
Desde que Marisa, su mujer, había fallecido, hacía cuatro años, vivía solo. Los domingos los ocupaba normalmente en ir a comer con su hija, que vivía al otro lado de la ciudad. Hoy domingo, como de costumbre, ella lo estaría esperando, junto a sus nietos y al cretino presuntuoso de su yerno. Se despertó con una profunda sensación de descanso, y juraría que era bien tarde, pero el reloj digital marcaba las dos y diez de la mañana.
Tomó café contemplando el día desde el balcón. Era un domingo de una belleza rotunda, aunque bastante solitaria. Puso la radio, para escuchar noticias, pero solo había música clásica. En el móvil, sorprendentemente, la hora tampoco había cambiado: eran las dos y veinte de la mañana.
Salió a la calle, pero todo estaba desierto. Hubo de caminar largo rato hasta encontrar a un viandante. Era un anciano, detenido frente a una obra paralizada. Perdone, preguntó, ¿qué está ocurriendo? El anciano volvió la mirada y le sonrió. ¡Vaya! Es nuevo, ¿verdad? ¡Pues bienvenido!
Le costó entenderlo. De la sorpresa pasó a la angustia, y de ahí a una sensación de placentero vértigo. Eran pocos, le aclaró el anciano, los que obtenían ese privilegio: quedar atrapados en el mundo de las horas muertas. El mundo de las horas perdidas por los cambios de hora. Un domingo perpetuo sin sobresaltos, ni malas noticias, ni estrés. Bastante solitario, pero agradable. Un mundo de otro tiempo.
Ya no había que trabajar los lunes. En ese mundo, Palestina e Israel no se despedazaban. En la tele no salía Pedro Sánchez a todas horas. No estaban su hija ni sus nietos, pero tampoco, bien mirado, el cretino de su yerno. Los relojes solo conocían una hora, la que iba de las dos a las tres, ¿pero eso qué importaba?
Pasaron los años, hizo amigos. Alguien comentó que esa noche, en el otro lado, habría cambio de hora. Sin saber muy bien por qué, como un juego, se situó frente al espejo. Ocurrió de nuevo: el cristal estrujado, la arruga. Al despertar por la mañana, ya no eran las dos y pico, sino las nueve. Puso la radio: por quinta vez, Pedro Sánchez era presidente del Gobierno. Palestina ya no existía. Y al otro lado de la ciudad, qué fastidio, lo esperaría el insoportable de su yerno.
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