Ni Santa ni Justa
Escuadrón de resistencia
Cuando el líquido trasluzca el fondo del vaso, el sevillano avispado se sacudirá la vergüenza
Las fotografías que buscan acomodarse en la historia del arte tienen algo en común con el género del cuento: ambos aspiran a congelar un fragmento de la vida de tal forma que el espectador, que el lector, intuya que algo no le ha sido relevado. ... Insertan la conciencia inmediata de que lo que se enseña no es más que un extracto de una historia aún oculta. El que mira y el que lee quedan por un momento aturdidos. Saben que frente a ellos el autor ha camuflado un misterio. Les han secuestrado la atención. Les han lanzado a su imaginación un tiento.
Una imagen del sevillano José Toro muestra a un grupo de paseantes apretujados en fila contra una pared de color caldera. Aparecen quietos, con los pies encuadrados en el pedacito de acera que la calle les reserva. Todos, salvo una mujer, han girado la cabeza en la dirección opuesta a la cámara. Esperan algo. Quien observa la instantánea reconoce que sus protagonistas temen lo que se aproxima. En la acera de la calle San José, fina como un tanga, el que no se envara contra la fachada sabe que sus piececitos pueden acabar hechos filetes rusos.
La fotografía de Toro recuerda a las imágenes en las que cada agosto una pandilla de palomas urbanas parece resguardarse del sol en el trazo exactísimo de la sombra de una farola, todas acompasadas, procurándose el hueco exacto unas a otras. Aún a los bípedos no les ha llegado el turno de guarecerse de la luz. Ni a los que tienen alas ni a los que usan zapatos. Ahora es el momento de empezar a organizarse.
Acechan en las esquinas de los bares, junto a la puerta, avizorando a los comensales con discreción, contabilizando en voz baja con sus secuaces el número de servilletas de papel sobre el platito de las aceitunas. Cada bola de celulosa, diez minutos menos de espera. Cuando el líquido trasluzca el fondo del vaso, el sevillano avispado se sacudirá la vergüenza y antes de que la propina repiquetee se habrá apoderado de su puesto en el velador.
Pero en un mes y medio, las mesitas al sol replicarán el martirio de san Lorenzo. Solo es ahora cuando la batalla es recta y justificada. Pasada la Feria, el conflicto se internacionalizará y serán los nórdicos y los mártires de la juerga los que guerreen frente a los veladores. Las sillas de plástico trenzado ararán los muslos de rojo y dejarán la piel pegajosa y caliente y las mesas metálicas alcanzarán la temperatura recomendada para sellar por sus dos caras un filete de presa ibérica. Sobre los clientes, entonces, entre periquitos aéreos de agua blandurria, descenderá de nuevo el verso de Lorca: «Esta luz, este fuego que devora». El tiempo lo pone todo en su sitio y aquí, donde en las «terrazas» hay jazmines y no gin-tonics, el mejor siempre está a la sombra.
Con la vida convertida en experiencias y la experiencia hecha cacareo de estatus, en ocasiones termina uno teniendo que decidir con una semana de antelación cuándo le va a entrar el antojo de tomarse un tinto de verano al sol. Como en las grandes ciudades, se acaban –en empresariés– agendando los placeres. Quien encajona la vida en un Excel solo se construye su propia celda. En una cola ligerita, al ritmo de las servilletas arrugadas, hay un escuadrón de resistencia.
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