ni santa ni justa
El espíritu de una ciudad
Qué alegría tan grande y qué alivio tan enorme nacen de haber participado de un periódico vivo, leído, que llega, que actúa
UNA casa son personas y rutinas. En la mía, de niña, cada mañana antes de ir al colegio había unas tostaditas que mi madre enterraba en mermelada de fresa de La Vieja Fábrica y más allá, en la encimera, un ejemplar de ABC. El periódico ... ya se había leído y yo ojeaba la portada. Cuando me hice adolescente aprendí con él a mover sus páginas como los mayores, con pausa en la esquinita dentada cuando los ojos llegaban al último párrafo del artículo, o firme y veloz, como el volante de la falda de un traje de gitana, en busca de una firma o de toda una sección. Me dejé tentar por otros diarios, pero las páginas me hacían paracaidismo desde las manos. En ellas no encontraba a Sevilla. Nadie allí me explicaba lo que yo veía.
Con la palabra Selectividad en los oídos, hojeaba el periódico en busca de Antonio Burgos, con el que fantaseaba con toparme un día mientras inspeccionaba el desarrollo flemático del metro o contemplaba los bares rebosantes de forasteros y, entonces, así, podría ver en la ciudad lo que él veía. Buscaba a Alberto García-Reyes, que me dejaba siempre paralizada, con un poco de envidia y admiración en los dedos y la misma pregunta en las pestañas: cómo narices puede un hombre escribir así. Leía a Rosa Belmonte, a Ignacio Camacho, a Beatriz Manjón, a Ruiz Quintano, a Hughes, a Gistau, a De Prada. Aquellas eran las páginas que encontraba en casa de mis amigas y en las mesas de los bares. Fuera de mi cocina había un trozo de ella. Llegó, pues, de forma natural, la peor noticia que podía dar a su familia una adolescente, aplastante, catastrófica y total. Quería ser lo que había leído. Quería ser periodista.
Algunos años más tarde, en una mañana del invierno madrileño, la pantalla de mi móvil se iluminó con un número desconocido. Álvaro Rodríguez Guitart, director de la edición andaluza de ABC, de amabilidad monumental, habló y de golpe me caí en las páginas que me habían criado. El periódico del que mi madre me mandaba fotos desde Sevilla, el que mi padre amontonaba junto a la mesa del salón y el que mis abuelos examinaban en busca de bajas y necroeventos había perdido su rectangularidad. Un par de hombres de mucha fe me habían abierto su puerta. Ahora era redondo.
Durante el tiempo que he escrito en ABC de Sevilla, a través del teclado de mi ordenador he vivido unas horas más en casa. Las calles blancas del barrio de Santa Cruz se ponían en pie, el sol de media tarde quemaba los ojos al bajar la calle Córdoba, los mosquitos siseaban en el Puente de Triana, la ensaladilla sabía a gambas, los ritos anclaban a una ciudad en la verdad. Esta columna era, para mí, un tren de alta velocidad hacia el sur.
Ahora se va porque tengo que irme yo y a mí el estómago se me encoge y se me queda chiquitito y agarrotado, como el hueso de una aceituna. Y, no obstante, qué alegría tan grande y qué alivio tan enorme nacen de haber participado de un periódico vivo, leído, que llega, que actúa, que por encima de los que vienen y los que van se pone al servicio de un pueblo, que lo protege y lo preserva, actor e institución. ABC de Sevilla siempre estará ahí. En la ciudad y en mi cocina. Más le vale hacerlo. Sus grapas sujetan el espíritu de una ciudad.
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