Ni Santa ni Justa
Dale, Perico, al torno
Cuando se disponga a pagar sus 100 por una noche de hotel, diez euros extra en la factura no le harán levantar el índice al cielo
Las carpas se abofetean con una alegría muy concreta, desatadas y ansiosas, resbalándose escama contra escama con torpeza. Es feroz la lucha por el gusanito. Los niños se acuclillan junto al pretil para terminar de vaciar la bolsa verde y los mayores vigilan con un ... poquito de asco en los labios la escena. La señora del kiosco sacude un táper de plástico y tres gatos se materializan a sus pies. Se estiran y ondulan el rabo al aire. La mujer llena de pienso el recipiente y se sienta a observarlos comer. En el parque de María Luisa, la vida está en las golosinas.
En la mía ha habido suerte porque durante algo más de veinte años y ahora, cada vez que regreso, he visto a los niños regar de patatas los jardines del Porvenir. Alimentan a los patos de los estanques y atiborran a las carpas de la Plaza de España. Se agarran a la barandilla de Aníbal González mientras quienes vuelven del trabajo levantan la cabeza del móvil y una mujer baila sobre un tablao. Para el niño de Sevilla la monumentalidad se incrusta en su rutina. Atravesar la historia desde la belleza será su costumbre.
Pero dale, Perico, al torno. De acceso. Con la ciudad convertida en un Disneyland sin ratones, el sevillano chiquitito quizás tendrá que montar fila para deambular por la Plaza de España. Tal vez deberá renunciar a caminar por las plazoletillas del parque como si fueran pruebas, niveles de un juego, hasta lograr alcanzar la plaza más grandiosa de la ciudad. A lo mejor la desazón que produce cualquier cola al sol conseguirá que frente a lo que fuera la rutina de sus padres se levante un cristal de escaparate, que el paseo entre las fuentes y los arcos de la Plaza de España, antes natural para el sevillano, sea ahora algo propio de visitantes, algo que a él, tan de aquí, ni le toca ni le llama ni le corresponde. Decía Shelley que sin instantes de eternidad estamos abocados al absurdo.
Cuando a uno le toca ponerse la gorra de turista, asume que en la avenida más transitada de la ciudad le arrearán seis euros por una Coca-Cola y otros tantos por una caja de tiritas para los pies. El efecto de suspensión de la realidad que produce el viaje, no obstante, lo defenderá del malestar. Al montarse en un avión, uno acepta las cuitas financieras de su aventura moderna.
Cuando se disponga a pagar sus 100 por una noche de hotel, diez euros extra en la factura no le harán levantar el índice al cielo. Ese se esconde y se yergue el pulgar. Que lo barato sale caro se traduce a cualquier idioma. De la existencia de una tasa turística, propia de las capitales, destinada a proteger a la ciudad de las avalanchas de Birkenstock, efecto colateral de su propio atractivo, se informa el que introduzca el nombre de su futuro destino vacacional en internet. Pero incluso su imprevisto se acata. No se clausurarán hoteles ni suspenderán conexiones aéreas. El bolsillo suele atolondrarse en suelo extranjero.
La pena es que frente a su propia casa sea el lugareño al que dejen anestesiado. Que el sevillano y su ciudad, que traspasa los siglos, historia viva, queden divorciados.
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