NI SANTA NI JUSTA
Cuestión de tiempo
La Virgen de la Esperanza de Triana daba pasitos contenidos con la Catedral tras su palio
Me preguntaron cuál era la experiencia más bella que había vivido y en lugar de quedarse en blanco, como acostumbra, el cerebro dio un respingo. Algo había registrado con ese título en los últimos años. Rebusqué a tientas, porque, como dicen por ahí, las neuronas ... encargadas de rescatar los recuerdos son como un perro bobo al que le lanzas una ramita y te trae de vuelta un calcetín. La memoria no me entregó, en efecto, del todo lo que le había solicitado. Me lanzó al otro lado de los párpados, donde se pone en pie el recuerdo, una acepción ajena de la belleza. Durante una Navidad reciente, en una ciudad del norte, me acerqué a la iglesia local, convento y destino nacional de peregrinos. Las puertas estaban abiertas y el templo vacío y levemente iluminado, aquí y allá un velo de luz tostada, casi a oscuras de tan chatas las paredes. Rodeé los bancos y cuando hube alcanzado el transepto, las notas de un órgano vibraron en la piedra. Busqué al músico con la mirada y no lo encontré. Desde abajo, en el coro solo se adivinaba la figura entrecortada de Jesús en la cruz. La imagen, hermosísima, condensaba una belleza que no agrandaba el alma, sino que la paralizaba, la hacía temblar y encogerse. La exponía a una grandeza lenta y temible.
Terminé de recordar la escena inquieta. Aquella belleza –oscura, de duelo y frío– no me pertenecía. El perro tonto de la memoria había traído por fin el palo. En los andamios de la belleza que me ha criado solo hay ascenso. Estira el alma, la sacude y la expande hasta que desborda al pobre humano, que queda arrojado a un silencio de admiración placentero. Aquella grandiosidad, aunque bella, aislaba. Es la alegría la que abraza y acoge.
No se trataba de la luz que ducha al Panteón ni de los ciervos de Nara arrodillados en el bosque ni de un atardecer rojo sobre la bahía de Cádiz ni de los vencejos bailando junto a la sierra de Gredos. La luz que buscaba era de mañana, blanca y celeste, aún no había desayunado y las aceras rebosaban pies cansados. La Virgen de la Esperanza de Triana daba pasitos contenidos con la Catedral tras su palio, orfebrería toda de hilo y piedra, y la banda tocaba, si el oído y Youtube son sinceros, 'Siempre la Esperanza'. Desde la calle Almirantazgo la Virgen alcanzó el kiosco de Tomás de Ibarra y cuando las flautas se perdieron y los tambores batieron tan fuerte que parecían lograr ellos que el corazón bombeara, de los balcones empezaron a llover pétalos de flores rosas. En el silencio de la multitud no había desazón.
No surgieren ni la aplicación ni el señor del tiempo que este año la escena se vaya a repetir. Habrá que esperar al año que viene. O al otro. O al siguiente. Estén donde estén los que nacen en ella, con paraguas o abanicos en la mano, con fachalecos o tirantas bajo la chaqueta, nublado el cielo por carteles de cadenas hoteleras o cuajadas las papeleras de envoltorios de pasteles para llevar, Sevilla quiebra la contingencia y, detenida y en comunión la ciudad como ya desde hace siglos, conduce a la eternidad desde la belleza. Ser su testigo es solo cuestión de tiempo.
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