tribuna abierta
Las armonías superiores
El toreo es tan hondo, que los únicos que saben de verdad no hablan más que entre ellos; tan indescifrable que hay veces que son señas y mímica; y tan espiritual, que siguen la máxima ignaciana de «hablar poco y mirar largo»

No cambió el toreo, pero devolvió a un torero esencial hace treinta y cinco años en Sevilla. Se llamó 'Correríos', un cinqueño de Manolo González con el que Emilio Muñoz exorcizó de nazareno y oro todo lo que había masticado desde que se fue en ... silencio en Melilla cuatro años antes, con veinticuatro y con el fondo de más de cuarenta, esa nube negra y ese toro debajo de la cama.
No era el niño prodigio que se puso el chispeante cuando otros se abrochaban el babi y tampoco sólo el 'temple' con el que lo bautizó Vicente Zabala en ABC. Gripó por las soledades, el billete chico, las frustraciones, los demonios de cada uno, esa leyenda apócrifa y la muerte y, cuando llegó a Sevilla, se vieron dos cuajos, el del 'núñez' de Aracena y el de un torero distinto que iba a marcar todo lo que se podía marcar cuando se toreaba así.
Atrás, en la cadera, enroscado, hasta donde daba la mano, por debajo de la pala del pitón, enfranelado el toro y atalonado el torero, con plomo en las zapatillas con los lazos que su fiel Juanlu le fijaba con 'patrico', por eso fue tan esencial como irregular, porque eso destroncaba a todos y dolía de vaciarse tanto al toro, al torero y al público. Menos los de Madrid y Bilbao, allí se achicaba como tantos en tantos sitios.
Los números eran para los otros, tan grandes como Manzanares, Paquirri, Ojeda, Espartaco, que lo miraban de reojo porque Muñoz ha sido de los que, cuando ha tenido algo que decir, lo ha dicho con las imperfecciones y matices del que sabe torear, del que se rompe y pone el alma en cada embroque y, como todo en la vida, eso no puede ser siempre sedoso ni empalagoso, el toreo de siempre, en el que un enganchón es un jirón de los adentros, de las tripas que crujen.
Como crujieron también, más que los cerrojos de las Puertas del Príncipe, el día de 'Jarabito'. Venía de Francia con el 'runrún' de quitarse, de irse, hasta que otra vez le salieron los adentros con ese toro de bandera de Fernando Domecq que le enseñó de nuevo que el duro antiguo, del oro viejo de las plazas de 'polvarea', lo tenía y lo podía cambiar como había hecho en ese abril de 1990 en el que Manolo Ramírez le escribió aquello de 'Volvió Triana'.
Más allá de Triana y de Juan Belmonte, había y hay que escarbar, además, en las entrañas, en ese Paco Camino al que tanto admira y que le regaló su primer traje de luces al hijo del Nazareno; El Viti, Manzanares, Rafael Ortega, Dámaso y la escuela infinita de 'gaches' y golpes que lo cincelaron tanto como esas innegables raíces trianeras que han acabado imponiéndose para el profano pese a lo mucho que da de sí desde que mira a la Punta de Malandar y habla de toros en Montijo con Paco Ojeda.
Y es que el toreo es tan hondo, que los únicos que saben de verdad no hablan más que entre ellos; tan indescifrable que hay veces que son señas y mímica; y tan espiritual, que siguen la máxima ignaciana de «hablar poco y mirar largo», por eso las etiquetas y los odios ancestrales de los que abominan de lo que no entienden y tanta felicidad proporciona: la 'aristofobia' de la que hablaba Ortega, el filósofo que no era de los Gallo de Gelves.
Son los espíritus y las armonías superiores -las de Bergamín con Paula- forjados en niñeces inconcebibles para las blanduras de hoy y tan metidos en los pliegues del alma de España que un caballo de picar fue con el que entró Alfonso XII en Madrid (Sobaquillo, Mariano de Cavia). Y también en los del toreo como religión y como rito superior.
Tanto que 'vaciar' es enroscarse un toro atrás, que los 'chismes' pueden ser los capotitos de seda que Antonio Márquez le regaló a Curro Romero cuando se casó con su hija y que el 'sitio' no es un espacio, sino un estado del alma, el que un torero esencial recobró hace treinta y cinco años con 'Correríos'.
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