tribuna abierta

Heroínas

El heroísmo ha dejado de vincularse exclusivamente a hazañas y gestas valerosas, bélicas o no, y ni siquiera es preciso que una bala roce la oreja de un candidato a la Presidencia de los Estados Unidos para pasar de «antihéroe» a «superhéroe»

Antonio Narbona

Asisto a la intervención («¿Cómo mentarlas [a las mujeres] bien?») de un antiguo alumno en el I Congreso GEMO [Género y Movilidades], celebrado en la Universidad Hispalense el pasado junio. Cuando acaba, sigo rumiando la idea con que ha arrancado: apenas ha habido heroínas a ... lo largo de la historia, siempre han sido hombres -y no «descendentes de la unión de un dios y alguien mortal»- los que han llevado a cabo acciones heroicas, o han gestionado, desde su perspectiva masculina, el heroísmo de las pocas realizadas por mujeres.

Lo de menos, pienso, es que del masculino héroe (voz de origen griego, que –como tantas otras– recibimos a través del latín) casi no quepa su uso «inclusivo», como el de «el hombre es mortal» (ninguna mujer queda fuera) o «»de noche todos los gatos son pardos» (entran las gatas, sin excepción). Es que, en realidad, heroína (que nada tiene que ver con su homófono y homógrafo [la ´diacetilmorfina´], que nos llega, por la vía del francés, a fines del siglo XIX) no es «su» femenino más que, si acaso, en la última acepción del Diccionario académico (´persona a la que alguien convierte en objeto de especial admiración´), justamente la que requiere más aclaraciones: ¿quién puede ser ese «alguien», al que interesa -por y para qué- «convertir» a otro en objeto [¿] especialmente «admirable», cómo se logra que la conducta de una «persona» sea considerada por los demás fuera de lo común, extraordinaria y sobresaliente…?

Y es que probablemente los nombres de heroínas que a algunos se nos vienen a la cabeza de inmediato (la francesa Juana de Arco, en el siglo XV, nuestra Agustina de Aragón, en el XVIII, etc.) poco o nada «suenen» a los jóvenes, que, en cambio, están familiarizados con otras por mí ignoradas (ficticias algunas de ellas, como la «superheroína» Wonder Woman, creada por W. Moulton y H. G. Peter hace pocos años, y, por lo visto, icono del girl power e inspiradora de las chicas geeks). Sería interesante comprobar cuántos se acuerdan de Valentina Tereshkova (hija de un «héroe», por morir en la II Guerra Mundial), joven obrera en una empresa textil, unánimemente considerada heroína (dentro y fuera de la URSS) por haber sido (junio de 1963) la primera mujer que permaneció 70 horas en el espacio, durante las cuales llegó a dar, en solitario, 40 vueltas al planeta. En plena carrera («guerra») espacial con los EEUU, el «Kremlin» estaba empeñado en dar un «golpe de efecto» que asombrara al mundo, y creó este símbolo nacional, que después se encargó de alimentar con premios y condecoraciones, nombrándola miembro del Soviet Supremo y del Comité Central del Partido, secretaria del Konsomol y vicepresidenta de la Internacional Socialista de Mujeres… La aventura acabaría encumbrando más a los orgullosos responsables de su puesta en marcha –entre los que sospecho no habría muchas mujeres- que a la protagonista.

Pero la verdad es que el heroísmo ha dejado de vincularse exclusivamente a hazañas y gestas valerosas, bélicas o no, y ni siquiera es preciso que una bala roce la oreja de un candidato a la Presidencia de los Estados Unidos para pasar de «antihéroe» a «superhéroe». De momento, sigue sin haber demasiadas «heroínas» por actuaciones tan dispares -y no necesariamente en provecho y beneficio de otros- como correr (aunque no se salga herido) delante de los toros en Pamplona o jugar bien al fútbol (especialmente si se marca el gol decisivo de un campeonato).

Abundan, eso sí -aunque sin salir del anonimato-, las convertidas en ídolos a los que las sociedades «necesitan» agarrarse, por otras razones, como sacar adelante a una familia -a veces «numerosa»- al tiempo que cumplen 40 horas laborales a la semana en ocupaciones diversas, uno de los modos de «sobresalir» que parece no ser compartido por «los» héroes, que «prefieren» entregarse de manera obsesiva a su profesión, como si no existiera nada más importante en el mundo.

A pesar de todo, y sea o no verdad que detrás de la «conversión» de una mujer en heroína -sin necesidad de vestirla con un uniforme militar o de ponerla «en órbita»- hay siempre un hombre (o varios), no se puede reducir el asunto a un ejemplo más de «machismo».

Las críticas al Diccionario académico son constantes, como se está poniendo de manifiesto (ahora que, por fin, se reconoce la diversidad de orientación sexual) por su forma de definir la homosexualidad y nociones afines. Pero conviene recordar las palabras iniciales de la RAE: los hablantes son los únicos dueños del idioma. Las palabras no se «desgastan» por el uso como las suelas de los zapatos, somos sus usuarios los que las estamos propulsando continuamente -sin cohete espacial alguno- para funciones no previstas, y quienes las doblegamos y hacemos que se pongan a nuestro servicio. Bastante hacen los lexicógrafos con intentar que no se les vaya el tren en ninguna de las estaciones del viaje (sin destino fijo) que cada una de ellas recorre.

No vayamos a echar también la culpa a los Académicos de la escasez de «heroínas».

SOBRE EL AUTOR
ANTONIO NARBONA

Catedrático Emérito de la Universidad de Sevilla y Vicedirector de la RASBL

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