TRIBUNA ABIERTA
Almudena
Ser cristiano es, entre otras muchas cosas, una gozada. Y así tenemos que vivirlo, de manera gozosa, de forma que cuantos nos vean nos pregunten: ¿y tú por qué estás siempre tan alegre?
![Almudena](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2024/09/23/manos-cristianos-rezar-Rn3ETB7nZGwc0jVo0CgjQRP-1200x840@diario_abc.jpg)
Hace 25 años que una joven a la que llevé al sacramento de la confirmación, agradecida por mis desvelos, me regaló una tarjeta en la que escribió una frase de Gandhi: «Los cristianos deberíais ser como la rosa. No necesita predicar, le basta con difundir ... su fragancia». Desde entonces la tengo guardada entre las hojas de mi Biblia y, cada día cuando la abro, la frase me interpela sobre mi «fragancia». No creo que Almudena sea consciente, a día de hoy, de las consecuencias que ha traído a mi vida su atrevido regalo. Me ha hecho preguntarme cada mañana qué aroma desprendo.
En consecuencia, he tenido que darme cuenta de que no importa tanto como me huela a mí mismo, sino de qué fragancia perciben las personas que me rodean. Y me he preguntado cómo es posible que los cristianos nos veamos interpelados por Gandhi siendo, como somos, seguidores de Jesús de Nazaret, no quedándome otra que volver a mi Biblia para darme cuenta de que en la misma página donde conservo la tarjeta de Almudena, aparece esta frase del Maestro: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por sus frutos». (Cf Lc 6, 43-44)
Fragancia y fruto son dos maneras de hablar de coherencia, dos formas de definir el acuerdo que debe existir entre nuestras palabras y nuestras obras. La diferencia, nada insignificante entre ambas, es que Jesús pronunció la suya dos mil años antes que Gandhi. Además, los olores son efímeros, pero las obras permanecen. Sin pensarlo me quedo con la frase evangélica. Y tengo que reconocer que esta frase del Maestro me ha servido para analizar muchas situaciones cotidianas. Ha sido mi termómetro tanto, en lo particular, como en los momentos más comunitarios, en los que descubres el «fruto» mostrado.
Hoy, en nuestra cotidianidad, lo cristiano está pasado de moda y, sinceramente, creo que gran parte de la culpa la tenemos nosotros mismos porque predicamos mucho, pero damos pocos ejemplos.
Tendríamos que volver a leer el Evangelio más despacio y recordar cuando Jesús dice: «Obedecedles y haced lo que os digan, pero no imitéis su ejemplo, porque no hacen lo que dicen» (Cf Mt 23, 3). Si no me equivoco estas palabras las escuchan los apóstoles, hoy obispos. Y es verdad que ellos tienen la misión de trasladárnoslas a nosotros -simples fieles- pero no tienen que olvidar que son los primeros, la cabeza, y esta está para regir a los miembros del cuerpo. Es en este momento, cuando me acuerdo del Evangelio de Juan narrando la institución de la Eucaristía: «Entonces Jesús, sabiendo que el Padre le había entregado todo, y que de Dios había venido y a Dios volvía se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura». (Cf Jn 13, 3-5) La cabeza tiene que regir, sí, pero sirviendo a todos, lavando los pies si fuera necesario a cada uno de los fieles cristianos.
Después de esto, los apóstoles predicaban hasta hacer horas extras, y el resultado fue el nacimiento de las primeras comunidades cristianas. La predicación de los apóstoles se realizaba en un ambiente hostil. A los judíos, especialmente a los dirigentes, no les hacía ninguna gracia que los suyos se pasaran al nuevo equipo. Pero la predicación apostólica iba acompañada con el ejemplo, incluida la persecución y la cárcel, que aceptaban con gusto. El libro de los Hechos nos da algunos ejemplos de ello: «Alababan a Dios y se ganaban el favor de todos» (Cf Hch 2, 47) y más adelante: «Todos gozaban de gran estima» (Cf Hch 4, 33).
De esta manera, el cristianismo se abrió paso entre el judaísmo y el Imperio Romano y en poco más de tres siglos hasta el emperador se convirtió; la nueva religión quedó afianzada y se extendió por todo el mundo.
Hoy nos ocurre todo lo contrario. Parecemos avergonzados de ser lo que somos y si tenemos que decir que vamos a misa lo hacemos en voz baja. Invitamos al bautizo o la primera comunión solo a los más cercanos, porque pensamos que van a decir que estamos chapados a la antigua y que eso ya no se lleva. Pues así no vamos a ninguna parte. Ser cristiano es, entre otras muchas cosas, una gozada. Y así tenemos que vivirlo, de manera gozosa, de forma que cuantos nos vean nos pregunten: ¿y tú por qué estás siempre tan alegre?, ¿de dónde te viene esa sonrisa? Y podamos contestar como aquel gitanillo que a esa pregunta que le hizo un cura de Triana respondió: «Padre, estoy contento porque el Chuchi es mi amigo». Amén.
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