LA TRIBU
La siesta
Era un territorio prohibido y peligroso por el que nadie, sin una razón de peso, cruzaba jamás
Daba miedo la siesta. Te he oído decir que la siesta, en los veranos de tu niñez, eran una larga noche con sol. La siesta, entonces, estaba llena de perros rabiosos que obligaban a cerrar todas las puertas; y de crímenes horrendos, como las noches ... duras de invierno de lluvia y frío. Por la siesta, allá por los trascorrales, deambulaba el Tío de la Sangre, y el sol recalentaba las ideas torcidas de los hombres de malos pensamientos y abría los cajones donde dormían las navajas, los cuartos donde se guardaban las hoces y los bieldos, los armarios donde se escondían las escopetas. «La siesta enciende la sangre, y nunca sabemos en qué dirección va a salir, incendiada, esa sangre. Pero sale.»
Te acuerdas de Puerto Hurraco, y del Crimen de los Galindos, pero tu memoria se va más atrás, allí donde la siesta era un territorio prohibido y peligroso por el que nadie, sin una razón de peso, cruzaba jamás. Peor que la alta noche de los panaderos y de la recogida de los serenos. La siesta era una tregua, un terreno de nadie, una indeseada isla ardiente. Y no sólo en la tribu. Ya muchacho, recuerdas una siesta en la ciudad y cómo te horrorizó cruzar aquella avenida solitaria, sin coches entonces, sin viandantes, sin vida. Siempre has huido de la siesta en la calle, quizá porque arrastras el miedo infantil de los relatos que llegaban al zaguán del juego, infalible arma que usaban las madres para que ningún hijo saliera de casa. Cuando llegaba la marea, acababa la siesta. Era como un amanecer que tuviera brisa del mar en vez de alba solar. Y era la hora de encaminarse al río, a la alberca, a los sitios frescos. O al campo, si ya tenías edad de llevar a casa un par de duros tras tirar de la mula de una regabina, regar pimenteras o guardar cabras, que la infancia entonces tenía ocupaciones allende los cuadernos de las vacaciones. Miras tu siesta de hoy; si calor, agua fría; si sol, sombra fresca; si excesivo calor, playa o piscina propia o de la comunidad; si tienes que salir, coche con aire acondicionado; cuando llegas al sitio, más aire acondicionado. Bares, tiendas, grandes superficies, todo climatizado… La siesta sigue siendo la guerra incendiada que siempre fue, pero tú eres ya otro soldado, un soldado con armas para combatirla, y así vives, con la armadura de frigoríficos, congeladores, piscina, casa y coche climatizados, frecuentando sólo sitios donde el aire finja que es invierno y las bebidas frías te regalen líquidas serpentinas de frescor para la fiesta interior. Buenas trincheras tienes, buenos refugios antiaéreos, buenas barricadas… Ya no le temes a la siesta, pero si descuidas un resquicio de tu vida, sabes, que la siesta te mataría. De tanta armadura, no sabes pelearte cuerpo a cuerpo con la siesta.