la tribu

Mujeres

Esclavas blancas. La mujer en el campo, entonces, como en la casa, como en la sociedad falócrata imperante: relegada a un segundo plano

ESCLAVAS blancas. Algunas llevaban por delante al marido, a los hijos y la casa, y, además, se encaminaban a los tajos, escardilla al hombro, en busca de un jornal que siempre, injustamente, fue inferior al de los hombres y aun de los muchachos. Si en ... el verano, para la peonada temprana, tomaban casi de noche los caminos polvorientos que llevaban al tabaco, a la descamisa o a la desgrana, en invierno tomaban los fríos caminos que daban a la remolacha, allí donde jamás calentó el sol, por más encima que el sol estuviera. Esposas, madres de treinta o cuarenta años, y muchachas adolescentes, casi niñas de temprano destete escolar, o jóvenes sin más salida que el campo o la aljofifa ajena, llegaban a los húmedos campos sembrados de remolacha a escardar, a quitar las yerbas –«picar remolachas», le decían–, a pasarse el día, con el descanso de un bocadillo a media mañana y un almuerzo ligero, hasta que el tren de las cinco pitara -a ese Ferrobús le decían La Borriquita, por su pitido parecido a un rebuzno- antes de llegar al paso a nivel de la cuesta, cuando el sol ya había empezado a acostar las sombras de la alameda del río.

Esclavas blancas. La mujer en el campo, entonces, como en la casa, como en la sociedad falócrata imperante: relegada a un segundo plano —incluso por las manos que administraban lo sagrado—, a ser tratada como un ser inferior sin más valía que las tareas domésticas y las que el hombre le diera fuera del catre, donde estaba obligada a ser pasiva, sumisa y silenciosa. Me asomo ahora a la vega y se me viene la estampa de aquellos helados fríos de diciembre cuando una cuadrilla de mujeres bajaba la cuesta albariza y se quedaban, con los pies helados, sobre las heladas tierras de las veras del río, picando remolachas. Hay por la vega un silencio ecologista que no cuelga en el aire la gracia de las voces de los que trabajaban el campo o lo andaban guardando cabras, vacas, borregas. Sólo, muy de tarde en tarde, el pitido del tren raja el silencio y, si acaso, por los cerros albarizos se ve, al lejos, a alguien que va buscando tagarninas o tomillo, o quizá los primeros espárragos. No se mueve la humana figura del trabajo por las húmedas veras del río. No está la dura belleza encorvada de las escardadoras. Y doy gracias a Dios por tanta esclavitud desterrada y tanta injusticia ida, que amagaba con eternizarse en estas tierras.

Artículo solo para suscriptores
Tu suscripción al mejor periodismo
Anual
Un año por 20€
110€ 20€ Después de 1 año, 110€/año
Mensual
5 meses por 1€/mes
10'99€ 1€ Después de 5 meses, 10,99€/mes

Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras

Ver comentarios