LA TRIBU
Mala lengua
Hoy, la incultura se toma en la aproximada educación, se arrastra y se arrastra, cada vez más pesada, hasta vaciarse –nunca del todo– en los sitios de la palabra, donde la mala lengua hiede y mancha
Me negaba a acabar con ella. Digo con la tilde del adverbio sólo, aunque sólo fuera por ir contracorriente, aunque sólo fuera por no dejar solo a sólo. Sólo por eso. Así que celebro que la cuarta vocal siga señalada en determinados casos. Ojalá toda ... nuestra palabra española se solucionara con una tilde, sobre todo la de algunos –cada vez más– políticos que parecen salidos de la instrucción de la maledicencia, de las aulas de lo soez, de lo zafio, de la impotencia para pronunciar con eufonía y tropezar cien veces para caer en contumelias y salpicaduras de letrinas.
Para usar bien la palabra se requiere de arte, y no abunda –hay destacadísimas excepciones– en nuestra sociedad. No abunda en los jóvenes, chavales y chavalas, que tropiezan con la impotencia del verbo y sólo aciertan a decir tacos ensartados como traca pirotécnica; o bien se pierden en un triste «no sé qué que queda balbuciendo», un «en plan», un «tú sabes», un «a ver si me entiendes lo que te quiero decir», «no sé, tío». O sea, un desastre. Y no abunda en nuestra clase política, porque si un político se llena la boca con la palabra «mierda», malo; y malo es que se la llene con la palabra «fascista». Ni aquél supo usar de sinónimos que hacen más daño, y manchan más, que «mierda», ni éste supo argumentar y se fue por los cerros de Úbeda de su impotencia, sin tener idea, además, de lo que es ser fascista. El ingenio de los clásicos quisiera uno a la hora de insultar: «Al pedirle el escribano / declaración de los hechos, / ella niega a pies juntillas / lo que pecó a pies abiertos…» O, aquel enfrentamiento de diputados que tuvo dentro calzoncillos e indiscreción de la señora; o aquel «no le voy a nombrar a su padre para no darle ideas a su madre…» O la finura de llamar «víbora con cataratas» a un cercano en ideas políticas. No, hoy, la incultura se toma en la aproximada educación, se arrastra y se arrastra, cada vez más pesada, hasta vaciarse –nunca del todo– en los sitios de la palabra, donde la mala lengua hiede y mancha. Impotencia, se llama eso. La elegancia es privilegio de escogidos: «Te irás del todo tú, que ya te has ido / con decir que te vas, tan solamente.» O la respuesta que Federico –sería temible con sus insultos poéticos– pone en boca de Magdalena en contestación a su hermana Angustias, en La casa de Bernarda Alba: «Desde luego, hay que reconocer que lo mejor que has tenido siempre ha sido el talle y la delicadeza.» Eso no se estila. Para eso no hay altura, ni en la política, ni en el común de la calle, en cualquier edad. Hoy, la mala lengua, desnuda y orgullosa de su pobreza, es la que vuela soltando insultos y blasfemias. Mala lengua que lo único que consigue es más mala lengua. Y eso es muy penoso.
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