LA TRIBU
Heladas
«Yo soy como las perdices, necesito todos los días llenarme los pies de rociá»
Siempre les han temido a las heladas. Los hombres del campo tienen sus conocidos enemigos, golpes de calor desmesurado por mayo que mata las vestales del esquilmo y lo equivoca todo; solanos canallas que estropean todo lo que tocan; heladas inmisericordes que queman con su ... invisible fuego… Las heladas han pasado —están pasando— por los sitios donde algunos frutos piden fríos y soles, vientos amables y luces amigas. En sus matas, habas y alcauciles se esconden, aquéllas sin salir del saco de su vaina y éstos sin quitarse una sola de sus camisas de pencas. Y aun así, las heladas pasan, queman y se van dejando tristes quemaduras señaladas en el fruto, incluso estropeándolos y dejándolos secos, sin validez para el buen mercado.
Cuando caminaban por la yerba, por las mañanas donde todavía no se había echado de verdad el sol, los hombres sentían en los tobillos el frío de cadena helada de la blandura, mojados los bajos de los pantalones, que acababan cazcarriosos al salir del yerbazal. Pero la helada era otra cosa, menos jugosa, más enemiga; la helada es la nevada adelantada que nunca llega, pero que todo lo estropea. Te asomas al campo de enero y ves los verdes infinitos, enteros todavía, bellísimos, pero piensas en las heladas y no sabes si ya tienen dentro, en su vulnerable caña, el callado y contrario cauterio de las heladas. Los hombres del campo no se atrevían con las heladas, como no se atrevían con los solazos que achicharraban la tierra y las ramas, mientras calladamente agostaban aceitunas y le cerraban a la cosecha el camino a los puestos del verdeo. Las heladas son el silencio enemigo del campo, la espalda de los soles malos. El campo requiere tempero y equilibrio, alternancia de lluvias, soles, vientos, luces benignas, samaritanos relentes. Las heladas son temibles; otra cosa es la blandura, la que el amigo agricultor nombraba: «Yo soy como las perdices, necesito todos los días llenarme los pies de rociá». La bendita rociada, que tanta vida le da al campo. Los fríos, no; ni los solanos; ni los soles que a la chita callando malogran todo lo que al campo le asome. A ver si febrero viene con las manos templadas y, para ser perfecto, con las tripas llenas de agua…
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