LA TRIBU
Forasteros
África está aquí, y no deja de venir, lenta y negra marea humana
Donde escribo forasteros, podría escribir extranjeros, pero como piso territorio convertido por el ojo del cine comercial en western norteamericano, diré forasteros, que así parece que acaba de entrar en la cantina un tipo malencarado de los que encaja en la frase «yo que tú ... no lo haría, forastero.» Parece que hubiesen sembrado piedras en este suelo. Tierra de lagartos y alacranes, de almarjos y pitas que han perdido sus defensas de toro por mor de un bicho que las seca y deja por todas partes una triste imagen de fósiles de pitacos enhiestos, un trasunto de altos y fúnebres candelabros que alumbraran su propio cadáver. «El muerto está en pie», que diría Bécquer.
Se pierde aquí la memoria de la teja, y las casas y aun algunas iglesias parecen sacadas –aunque sea al contrario– de cualquier película de pistoleros de purito en boca y revólver en mano. El blancor de las construcciones predomina en una tierra incolora, inhóspita, que no sabría responder si le preguntaran qué es la lluvia. El mar como salida –o como entrada de aguas adentro–, aguas transparentes y cálidas sin apenas intención de huida en las inofensivas mareas, porque a ver adónde huir que no sea secarse. Aquí, en este territorio almeriense de las veras del Cabo de Gata, los plásticos aprovechan todo lo que les permiten para levantar su circo vegetal contra el hambre. Esos plásticos han sido hornos donde lo mismo se cuece el pan moreno de los morenos y los negros, que se ha amasado mucha fortuna de emprendedores. La mano de obra es, sobre todo, mano negra. No hay lugar donde no haya un africano, del sur o del norte. Se agrupan en el trabajo y en el ocio, cuando el aire que ahora se respira quema como salido de un incendio. Negros o moros. Y en su mirada, la misma tristeza de la tierra que habitan. Ayer, cuando empezaron a llegar, eran forasteros; hoy, ya multiplicados, amén de muchos braceros, hay comerciantes que han instalado un bar, una tienda, un pequeño supermercado, todo bautizado con nombres nativos para atraer a los paisanos que con ellos llegaron en barca de incertidumbre y hambre a las costas azules sin memoria del verde en sus orillas. ¿Cuánta África hay aquí, en este territorio andaluz que no actúa en las postales del tópico? Si bajo las horizontales carpas de los invernaderos hay miles de africanos, a la sombra ardiente de julio, desocupados como ayer en los resolanos del jornal buscado, nunca falta un negro con dos o tres negros más. Y camareros, braceros, vendedores ambulantes; África está aquí, y no deja de venir, lenta y negra marea humana. Si dentro de poco algún nativo andaluz los mirara con cara de pocos amigos, cien lenguas africanas a un tiempo podrían preguntarle: «¿Qué miras, forastero?»