LA TRIBU
Consentir
La tierra, el campo, los cultivos a los que podría salvar un frente de lluvias generosas, se quedan ahora en blanco
No sé si los chavales de hoy entenderían la letra de aquel fandango que cantaban los Toronjo, porque, claro, no sé si, para ellos, un estanco es lugar para ir a comprar pliegos de papel: «¿Pa qué me consientes tanto, / si no me vas a ... querer; / si vas a dejarme en blanco, / como un pliego de papel / cuando sale del estanco?» Antier me sonaba ese fandango, al tiempo que oía sobre las losas de la plazuela el aproximado triquitraque de la lluvia. Y, sin querer, la memoria recitó el primer verso: «¿Pa qué me consientes tanto…?»
Cuando por la mañana fui a la alcancía del pluviómetro, comprobé lo que me temía: seis litros por metro cuadrado, para quitarle a las hojas de la parra y del olivo la señal azul del cobre que le llovió de la mochila hace unas semanas, y a las tomateras, el amarillo del azufre. Es verdad que la luz fue otra cuando amaneció; y eran otras las plantas, y otra la vida toda. Pero no era una declaración de amor firme y duradero, era una forma de consentir, un te llevo flores hoy para darte calabazas al día siguiente. Un consentir que no le sirve a nadie, porque ni el que consiente saca provecho ni soluciona la necesidad de la que espera. La tierra, con los seis litros, no tuvo ni para santiguarse bien, que de hombro a hombro ya se santiguó en seco. La tierra, el campo, los cultivos a los que podría salvar un frente de lluvias generosas, se quedan ahora en blanco, «como un pliego de papel cuando sale del estanco». Miedo da pensar qué va a ser del campo y qué de nosotros. Necesitamos oír las trompetas apocalípticas de la información meteorológica para creernos el problema, como si no quisiéramos verlo en nuestro entorno, en los pantanos y los ríos, secos, en las tierras cuarteadas o, labradas, donde los terrones se endurecen como fósiles. Ahora entiendes cómo poco a poco ha ido secándose tu territorio, porque recuerdas las palabras de tu padre cuando, en aquel cerro, le mostraste, con una pregunta, unas conchas marinas: «Es que, hace mucho tiempo, el mar llegaba aquí, hijo…» ¿Aquí? Sí, aquí, allí, ahí. Y no quieres ni pensar que un día, mientras caminan por un camino seco y duro, un padre le diga a su hijo: «Esto que pisamos, un día fue un río…»
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete