la tribu
El cielo
El campo clama al cielo, y al cielo claman los agricultores, y al cielo clama cualquier persona que tenga dos dedos de sensatez
BUSCAN ya los días los caminos de cobre foliar que dan a las veras del Tenorio, y en estas lejanas vísperas de Don Juan, un amante más cierto que el de Zorrilla, al pisar su suelo y ver la situación de sus dominios, columbrar el ... poco viso que hay de mejora, vivir junto al callado lamento de sus criaturas, el campo, aunque no lo dice, bien podría decir: «Clamé al cielo, y no me oyó; / mas, si sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo».
Los pasos de la tierra por la tierra. La huella del campo en sus propios dominios, esa huella reseca de la sequía, esa triste huella de quien vive entre amaneceres frescos y mediodías y tardes infernales, bochorno pegajoso como racimo de lagar y el sudor sofocante que no parece dispuesto a abandonarnos, como ceroma de atleta clásico. En verdad, el campo clama al cielo, y al cielo claman los agricultores, y al cielo clama cualquier persona que tenga dos dedos de sensatez, porque esta mezquindad de las nubes es un castigo para todos, no sólo para lo que se cría en el campo. La primera planta necesitada de lluvias es el hombre, somos nosotros, que notamos en la piel y en los adentros las consecuencias de un tiempo vitando, por más que lo defiendan desde las posiciones del consumo turístico. Es execrable, este tiempo. Es un espanto vivir las continuas razias de estos soles secos que destruyen al paso cuanto encuentran. La luz del sur, sí, pero no sólo la que cae a plomo sobre el lomo andaluz durante el verano; hay necesidad de otras luces, necesitamos la luz mejor, la que asoma, recién compuesta, la que sale a la calle con la cara lavada tras las lluvias de otoño. Una luz de otoño mojada es la luz más perfecta, y la que mejor sabe abrazar al campo, la que mejor sabe cuidar de los frutos a orillas de la cosecha y la que mejor le prepara a la tierra la preñez para las lunas invernales. Sí, clamó el campo, y, con el campo, somos muchos los que clamamos —«en este valle de lágrimas»— en la triste salve de la sequía. Y el cielo, sordo. El cielo, ciego. El cielo, contrario. Mas no será el cielo quien responda de toda esta pena de sequía, será, como siempre, el campo. Seremos nosotros. El campo dice que ni Dios sabe dónde está Dios a estas horas.
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