la tribu
Aceite
Hoy hace años que dejaste el molino y las manos siguen oliéndote a aceite. El olor del aceite es como el de la honradez misma, no se pierde nunca
Tantas manos tienes mías y tanto de ti mis manos, que te acaricio y mis manos son ya más tuyas que mías. Hoy hace años que dejaste el molino y las manos siguen oliéndote a aceite. El olor del aceite es como el de la ... honradez misma, no se pierde nunca. El aceite es honrado, y verdadero, y, como la honradez, aunque esté cerca de lo que contamina o mancha, al final sale, asoma, victorioso y dejando claro que es él mismo. Un hombre honrado puede estar en la misma reunión que la corrupción, el latrocinio y diez delitos más, pero cuando ese hombre sale a la calle y le da el aire, huele a él, a su honradez, y no se le habrá pegado nada de ninguno. Así, el aceite. El aceite —el aceite que tus manos parteaban en la vieja almazara de rulos, capachos y prensa hidráulica—, cuando las piedras machacaban las aceitunas, yacía hecho una pasta, revuelto con el agua, el hollejo, trozos diminutos de huesos y alpechín. Nadie podía imaginar —y menos cuando esa masa chorreara de los capachos de la prensa— que de allí saldría buen aceite. Cuando se prensaban los capachos y salían guardando en su esparto una delgadísima torta de orujo, el aceite, con sus compañeros de viaje, caía casi negro en los pilones de decantación. Poco a poco, trozos de huesos, agua y alpechín se hundían, y el aceite iba emergiendo, cada vez más aceite, cada vez más libre del roce de sus compañeros de viaje. Hasta que aparecía por el chorro del último pilón como un milagro virgen, oro verde o amarillo, pregonando su invencible honradez.
Hoy hace años. Por la cuesta empinada que subía al Molino se imaginaba el viento por la calle del Aire, guadañas afiladas en todas las esquinas… Cuando las sombras de la tarde habían segado casi toda la luz en las altas tapias, los aceituneros llegaban desde los olivares, y llegaban bestias y tractores cargados con sacos que chorreaban el interior sacrificio de tinta de las zorzaleñas. Y el maestro que daba la voz en los motores y arreaba poleas y mandaba en las piedras, el maestro que iba coordinando sonidos –ruidos de tormenta- en la umbría almazara, animaba con palmas a los hombres. Y entonces, moradas nazarenas, aceitunas en grupo, caían al alfarje sin grito ni agonía. Todo el viejo Molino se te viene al recuerdo, todo el frío de entonces, todas las aceitunas. Y al final, en las manos, como entonces, te queda, bendita y alabada, la sangre del aceite…
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