LA TRIBU
Y abril
Al niño empezaba a olerle la vida a cercanía de Cruces de Mayo, porque todavía no sabía... del resplandor inigualable de la Semana Santa
Primero fue un anónimo en el aire, un anónimo en la luz, un anónimo en la sangre. Inexplicable. El niño se preguntaba qué pasaba, qué cambio habían experimentado los misterios que rodeaban su mundo. Si en el tiempo de la era la marea cobraba una ... dimensión extraordinaria abriéndose paso entre las invisibles llamas de la tarde espesa, en otro tiempo, en este tiempo de ahora, la mañana abría una luz distinta, y el aire contaba algo distinto, y la sangre se preguntaba lo que nunca se había preguntado. En el campo, una inesperada –o esperada– avanzadilla de amapolas que se adueñaban del sembrado, de los vallados, de los renadíos, ponía un maravilloso escándalo escarlata en el cuadro que alguien pintaba.
Tenía la vida un nervioso desiderátum en las puntas de la luz, y eso mismo le pasaba al niño en las puntas del asombro. Arriba, en el espacio circense de altísima carpa, los pájaros tenían quehaceres distintos, piaban de distinta manera y eran incapaces de volar en soledad. El niño recuerda los patios, cómo cambiaba la luz de los patios, allí donde la sombra ya apalabraba segura sus territorios y el sol no admitía tratos de aparcería: lo que era sol, era sol; lo que era sombra, sombra. Y un olor a todo volaba sin cuerpo y sin alas por los bajos del naranjo y por encima de las clivias y las primeras rosas. Al niño empezaba a olerle la vida a cercanía de Cruces de Mayo, porque todavía no sabía del asombro, del deslumbramiento, del resplandor inigualable de la Semana Santa. Para el niño, entonces, la Semana Santa era la iglesia con los altares tapados, una fúnebre tristeza de oficios, un largo olor a incienso –¿o era alhucema?– y, en la casa, una orza donde se deshilachaba la miel de las torrijas al sacarlas. Y en la mesa, precepto de vigilia, jibias con guisantes, espinacas con garbanzos, poleás, tagarninas esparragadas, habas refritas… Abril, entonces, no era abril en el santoral de nombres que al niño iban llegándole; pero abril, entonces, se llamaba con cien nombres inequívocos. Inolvidables celestes de media mañana, inolvidables muchachas de los patios a los altares con los brazos llenos de flores, inolvidable impaciencia por la sangre y por todos los sitios posibles, en la puericia que ya buscaba alcanzar los primeros tactos de la adolescencia. Abril, entonces, sería quizá como ahora, pero la perspectiva ha cambiado tanto para el niño que por los hombros de abril asoma el trallazo de la pérdida de su padre y la inexplicable pérdida de tantas cosas que fueron escapándose por los rotos de los forros de los bolsillos de aquellos años. Y ahora viene abril y por más que venga con aquellas mismas galas, colores, olores, sabores, como bien sabe el poeta, «es abril porque abril está pasando.»
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete