TRIBUNA ABIERTA
La marcha de Radetzky
Es fácil juzgar los hechos pasados desde la atalaya del presente, cuando ya se sabe a qué condujeron los comportamientos y las decisiones de todos los actores de una historia finiquitada

La alegría de vivir que le embarga a uno al concluir cada temporada el Concierto de Año Nuevo es proporcional a la melancolía que le provoca los restantes 364 días la conocida composición que sirve como broche de tan afamado evento. Porque pasa con sus ... acordes (y hasta con el propio nombre del héroe de Marengo, Wagram y Novara) lo que con los valses de Strauss, la tarta Sacher, los palacios pintados de amarillo o los cuadros de Klimt: que tan pronto como son evocados, la tristeza y la nostalgia hacen presa en nosotros. Se trata, claro está, del efecto ligeramente narcótico de un destilado hecho a partir de un mundo ya fenecido, de un elixir que condensa las obras de una pléyade de magníficos escritores, pintores, científicos y músicos, y que se nos presenta en un bello recipiente decorado con castillos, bosques alpinos y ciudades pobladas de tilos, sobre el fondo de un abigarrado paisaje etnográfico y cultural. Una geografía sentimental, en suma, que es posiblemente la caracterización más exacta de lo que el viejo Imperio Austrohúngaro ha terminado siendo para la mayoría de nosotros. A lo anterior se suma el encanto de lo que ya era un anacronismo en su propia época, a saber, una sociedad medieval (al menos en sus formas externas) que convivía con la electricidad, el psicoanálisis y el atonalismo. En suma, una anacrónica ucronía. Joseph Roth, el famoso escritor nacido en Brody, más allá de Lvov, eligió precisamente 'La marcha de Radetzky' como título para una de sus novelas más conocidas, en la que describe el colapso del gran imperio centroeuropeo, sabedor, como Stefan Zweig y tantos otros, que con él desaparecía algo que, sin ser perfecto, fue mejor que buena parte de lo que lo rodeaba y sin duda, que casi todo de lo que vino a sustituirlo. Aunque es difícil hacer un balance de toda una época y de un territorio mayor que la Península Ibérica, y si bien hubo miseria, conflictos étnicos, inestabilidad política y guerras casi constantes en las fronteras, las cosas fueron mejor allí que en Rusia, el Imperio Otomano o hasta Escandinavia, y, desde luego, tragedias como Treblinka, Katyńo Srebrenica habrían sido inimaginables en aquel entonces.
Es fácil juzgar los hechos pasados desde la atalaya del presente, cuando ya se sabe a qué condujeron los comportamientos y las decisiones de todos los actores de una historia finiquitada. Lee uno sobre toda aquella actividad militar incesante, el frenético baile de alianzas internacionales, la esquizofrénica forma de gobernarse la monarquía dual, las constantes insurrecciones de las nacionalidades del Imperio, y solo puede sentir conmiseración por quien está arruinando, consciente o inconscientemente, su vida. Oye además las pocas voces que se alzaron entonces vindicando el importante papel del estado como garante, a pesar de sus carencias y sus errores, de la convivencia de las decenas de etnias y religiones que podían encontrarse dentro de sus fronteras, y se vuelve aún más consciente de la anomalía que suponía el mundo austrohúngaro en aquella Europa, ya moderna, que acababa de estrenar el siglo XX, en la que democracias como Francia habían convertido sus no menos diversos paisajes en una suerte de monocultivo, donde solo arraigaban y daban fruto las lenguas y culturas nacionales. Serían muchas más, claro está, las voces que, tras su derrumbe, se lamentarían, como Roth y Zweig, de una pérdida cuyos estertores aún se sienten en las costuras de Europa, desde los Balcanes hasta Ucrania. Puede que al final sea mejor que el poder nos obligue a convivir, si la libertad de los pueblos consiste tan solo en buscar el bienestar propio a expensas del de los demás. Una opinión a contracorriente: sobrevive mejor la diversidad cultural en los imperios que en los estados-nación.
Basta contemplar la actual realidad española para sentir una suerte de déjà vu. La voluntad de poder de unos pocos, la insolidaridad de muchos, y, sobre todo, el silencio, entre resignado e indiferente, de casi todos están en trance de convertir a España en otra de tantas geografías sentimentales. No es una visión jeremíaca. No es una mirada nostálgica a un pasado idealizado. Ni existió tal paraíso pretérito, ni tampoco el futuro se presenta tan ominoso. Después de todo, el mundo no terminó en 1918. Años después escribirían Kundera, Ionesco y Miłosz, y croatas, húngaros y rutenos siguen hoy recorriendo las rutas que antaño estuvieron marcadas por postes pintados de negro y amarillo, solo que ahora lo hacen provistos de un pasaporte. La vida sigue. Pero Europa se habría ahorrado mucho sufrimiento de no haberse desmembrado aquel imperio. En nuestro caso, a la vista de la actual situación política, tan cainita y tan mezquina, tan esclava de los intereses más egoístas e inmediatos, quizás haya llegado realmente el momento de decidir, de una vez para siempre, si queremos enviar a nuestro país a ese lugar, tan trotskista, en el que se encuentra ya el Imperio Austrohúngaro: el basurero de la historia. Porque bien puede aplicarse a los españoles de hoy lo que Roth dejó dicho en su novela de sus compatriotas de entonces: «todo lo que desaparecía requería mucho tiempo para ser olvidado [porque] antes se vivía de los recuerdos al igual que ahora se vive de la capacidad de olvidar deprisa y por completo». Una verdadera pena.
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