tribuna abierta
Todas las familias se parecen
Los familectos constituyen una fascinante mezcla de tres variedades lingüísticas diferentes, todas muy apartadas del estándar

En realidad, lo que dijo Tolstói es que solo se parecen las familias felices y que las infelices lo son cada una a su manera. Pero en ese comienzo de 'Anna Karénina', el escritor ruso estaba pensando, claro está, en desdichas, cuitas y calamidades, que ... pueden ser, ciertamente, tan diversas como para llevar a una aristócrata a arrojarse, desesperada, ante un tren en marcha. En cambio, si atendemos al modo de verbalizar las cosas (y en general, de comunicarse), todas las familias, también las infelices, se parecen entre sí… y mucho. En todas, suele bastar una única palabra para que sus miembros sepan qué ocurre (cuando a los desconocidos hay que proporcionales todo tipo de explicaciones), les es posible pedir algo recurriendo a un mero gesto (mientras que con un extraño darían todo tipo de rodeos verbales antes de rogarle, ¡por fin!, que pase el salero) y recurren a palabras que solo ellos conocen para hacer referencia a los objetos más prosaicos (como los zapatos o el baño) y a esas cosas que les ocurren a todo el mundo (como llegar tarde a la cena o resfriarse), creando en quienes los escuchan un sentimiento de otredad. Así, en algunas casas, a ella siempre se le escapa un «ca ofusín» ('te quiero') cada vez que él le propone coger la «ciruelita» ('el coche') y pasar el día en «Matalascaquis» ('Matalascañas'), mientras que en otras ella, no menos contenta, le dirá a él, embobada, «te odio mucho, gordopilo».
Ya sabíamos que una lengua no es algo homogéneo. Que el español que se oye en Oviedo se diferencia del que usamos en Sevilla y que no hablamos igual en clase de álgebra que cuando bajamos a la tienda a comprar el pan. Que hay rasgos y usos que distinguen la forma de expresarse de los hombres de la de las mujeres, o que el lenguaje de los niños es distinto al de los ancianos. Pero por razones obvias, se han estudiado mucho menos los modos más privados de usar nuestra lengua, entre los que destacan estas variantes familiares o familectos. De hecho, los familectos constituyen una fascinante mezcla de tres variedades lingüísticas diferentes, todas muy apartadas del estándar, esto es, del español que solemos oír en un aula universitaria, escuchar al presentador del telediario o enseñar a los extranjeros. Por un lado, está el español coloquial, que es el tipo de lengua que utilizamos en contextos informales para comunicarnos con personas que nos son conocidas. Por otro, se encuentra el habla infantil, esa forma peculiar de español, simplificada y modificada, que se oye a los niños cuando están adquiriendo el lenguaje. Incluyamos también aquí esa otra, no tan diferente, que es la manera en que los adultos nos dirigimos a ellos, pensada para que nos entiendan mejor, pero también para transmitirles nuestro afecto… y para divertirlos. En verdad, hay mucho de juego en Matalascaquis y en gordopilo: las palabras se modifican para crear aliteraciones, repeticiones o eufonías. O se les añaden terminaciones que causan la risa. O se usan con sentidos extravagantes. Un familecto no solo es una forma de hablar entre personas muy próximas: es también una manera de reforzar esos lazos íntimos a través del humor. Finalmente, está el lenguaje secreto, como las germanías del Siglo de Oro, o el lunfardo bonaerense, que sirven como código, normalmente entre delincuentes, y no solo para ocultar información a los extraños, sino también para reconocerse entre sí. Y un familecto también es eso: una seña de identidad que diferencia a los miembros de una familia de quienes no pertenecen a ella, como ese álbum de fotos en el que solo salen ellos y que hojean juntos de vez en cuando (casi siempre en fechas señaladas de la historia familiar).
Realmente, con los familectos nos encontramos bastante lejos ya de la lengua entendida como una herramienta para comunicar ideas sofisticadas de modo eficiente a personas que pueden sernos por completo ajenas (un ejemplo sería esta tribuna). Como hemos visto, en los familectos priman usos bien diferentes: reforzar vínculos, jugar, marcar la identidad…. combinados en proporciones variables. Sumemos a lo anterior el carácter multimodal de la comunicación, porque, a diferencia de lo que sucedía al abrir la novela de Tolstói, la información fluye aquí por múltiples canales, ya que no solo importan las palabras, sino también la entonación que les damos, los gestos que las acompañan, el modo en que nos colocamos al hablar: imágenes, sonidos, roces y hasta olores… casi todos los sentidos intervienen en el acto comunicativo. Y, sin embargo, lejos de ser una mera curiosidad o una anomalía, los familectos constituyen probablemente la ventana más nítida a cómo surgió y cómo fue el lenguaje a lo largo de nuestra historia. Porque hasta que no nos volvimos sedentarios, tras domesticar plantas y animales, y construir las primeras ciudades, vivimos casi exclusivamente en familia (clanes y tribus no son más que familias muy amplias). Y los usos principales dados al lenguaje fueron, secularmente, los que priman en esta variedad: reforzar la identidad del grupo, afianzar los lazos entre sus miembros y llevar a cabo tareas conjuntas. Y jugar, cómo no: divertirse experimentando con formas y significados (como en los chistes, trabalenguas y adivinanzas), disfrutar contando imaginativas narraciones … para reforzar más todavía los vínculos entre las personas. Nos hemos pasado la vida estudiando las magnas obras de la literatura o las palabras pronunciadas por los grandes hombres en los momentos más solemnes del pasado, pensando que de este modo no solo lograríamos comprendernos mejor a nosotros mismos, sino, en particular, entender mejor la naturaleza de lo que nos hace más humanos: el lenguaje. Y resulta que para ello bastaba, en realidad, con mirar hacia adentro, a lo más íntimo de cada cual, porque allí estaba el origen de todo.
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