ANTOLOGÍA DEL RECUADRO
¡Vamos a sentarnos!
Publicado el 21 de abril de 1983
¿SABEN por qué todas las tardes de feria hay lleno en la plaza de los toros? ¿Por los carteles? No. ¿Por las ganaderías? Tampoco. Por el rito en sí de la fiesta. Se va a los toros porque en feria hay que ir a ... los toros. Los días de feria, con farolillos o sin farolillos, ves en los tendidos, y más especialmente en las barreras, caras que el resto del año desaparecen de la Maestranza, trajecito beige, flor (preferentemente azul) en la solapa, mucha corbata de seda natural desafiadamente avanzada sobre el pecho, como un signo de interrogación que lleva el punto de un alfiler de corbata de oro, con un catavino, que es el Lebrero, o con una cabeza de caballo, que es Pineda, o con un hierro de ganadería, que es lo de papá, o lo de tío Federico, o lo de tía Concha.
Hay incluso abonados de feria. Gente que saca el carné de los toros nada más que para ir a las corridas de feria. El resto del año, los domingos de mayo que torean novilleritos del Aljarafe, las tardes calurosas del día de la Virgen de los Reyes, regalan el carnet. Se llena la plaza de sobrinos, de conocidos, de amigos, de criados, de deudores de los que ahora, ahí los veis, poderosos, con sus trajes beiges, con sus corbatas de seda natural hacen el signo de interrogación al todo el que no conocen. ¿Habéis visto la cara de ese pobre hombre de pueblo, con su cubana blanca o con su niqui de mangas cortas, que vino con el fajo en el bolsillo y le dieron en la reventa una entrada del 1? Vedle la cara a ese hombre, que no sabe dónde se ha metido, pero que todo le suena muy raro. No ha preguntado, pero sabe dónde se ha metido. Ha mirado para arriba y nada más ver la cara de los maestrantes, las mantillas blancas, las carnes de pergamino con el abanico en las manos de largos dedos, sabía dónde estaba.
Seguid mirando a ese hombre incomprensiblemente sentado en el tendido 1 con la entrada de reventa arrugada en el bolsillo de la cubana o del niqui. Ha venido del Aljarafe, de los Alcores, de la Marisma. A ver torear. Ha llegado en silencio. No ha saludado a nadie. Mientras otros se saludaban, le han caído encima cenizas de cien montecristos, de cien partagás. Se ha sentado, sin almohadilla; ha sacado el cartel de mano y lo ha estirado sobre el ladrillo que aún tiene la calor del sol. Todos los demás aún están en pie, escucha los saludos. Les suenan voces como de Madrid, como de Jerez.
—Lo de tío Rodrigo está saliendo magnífico, chico...
—Oye, ¿vas mañana al Puerto?
Es el intruso en el paraíso. Mira al frente y allí ve los tendidos que conoce, el 11, el 12, los balconcillos del 10. Una mancha blanca, que no le dejan ver, porque ya está sonando la música, porque ya han salido los alguacilillos. Y el hombre de pueblo, entonces, se convierte en ángel del paraíso; con la espada de fuego de la afición, mientras siguen los saludos y las risitas y las interrogaciones de las corbatas de Italia:
—¡Vamos a sentarnos! —dice.
Y es la suya una voz imperativa que sentarse hace a los ocasionales intrusos en el paraíso del rito del albero, y, en sentándose, respondiendo a la liturgia de la sangre que habla por aquel entusiasmado oficiante, se trocan los papeles. Quienes minutos antes parecían como poderosos, ahora callan. Quien minutos antes estaba silencioso, abrumado por los perfumes y por el olor de los vegueros, ahora es la voz del rito.
Dice:
—¡Vamos a sentarnos! ¡Que aquí venimos a ver los toros...
Muchos, en estos días, olvidan que aquí, en la Maestranza, vamos a ver los toros.
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