La Alberca
Romero en el bombín
Curro y Sabina son dos formas de lo mismo: la demostración de que el arte sublime está por encima de la técnica
La voz de Sabina es una ruina romana. En los cuatro ladrillos que quedan hay que imaginarse un templo. Cada uno el que quiera. Como en la verónica y cuarto que trazaba Curro sobre la yema del Baratillo. Los genios nunca terminan sus obras, sólo ... las esbozan. Porque el verdadero artista le cede siempre el pincel al espectador para que cada cual culmine el cuadro como le plazca. Toda obra maestra es eterna no por ser concluyente, sino todo lo contrario, porque el autor ha conseguido dejar vacía una parte de ella para que cada época la termine como quiera. Decía Rafael el Gallo que clásico es «lo que no se puede hasé mejó». Esta sentencia podría completarse con la idea de que jamás hay nada más moderno que lo clásico porque nunca pierde actualidad. En el caso de Sabina y de Curro, dos cimas de la bohemia, coincide un concepto estético superlativo: igual que Romero podía permitirse quitarse de encima los toros que no le gustaban, Joaquín puede ser una estrella de la música sin voz. Ambos demuestran que el arte no es sólo una reunión de condiciones técnicas porque entonces se podría aprender a trascender. Y eso es imposible. El verdadero arte, el sublime, añade a las aptitudes un misterio. El de Sabina es el verso. El de Curro es el temple.
Durante años, el cantautor estuvo viniendo a la Maestranza cada Domingo de Resurrección para ver torear a Romero con el anhelo de interiorizar ese compás y llevarlo a sus canciones. Pero el pasado fin de semana fue el torero el que se sentó a ver a Sabina en el ruedo de sus sueños. Curro estaba en el tercio a la altura del reloj. Joaquín en la puerta de toriles. El de la voz arruinada divisó entonces a su ídolo entre el público y paró el concierto. El momento fue casi místico. Ambos tenían los papeles cambiados. Pero cuando Curro se puso en pie para el brindis de Sabina, la plaza ya no supo distinguir quién era quién. El bombín del cantautor voló por el escenario como una montera. Cayó boca abajo. Y entonces todo se dislocó. En los tendidos se encendió una ovación que fundía dos culturas, dos formas de genialidad, dos universos.
Hace tiempo, en una visita al Museo de Bellas Artes, Curro se acercó a un pequeño cuadro de Velázquez, 'La cabeza de San Pedro', y después de un rato observando la obra en silencio se emocionó y susurró: «Yo creo que me habría entendido con este hombre». Romero habla sólo lo que tiene que hablar, pero todo lo que dice es profundo. Contemplando aquel lienzo se convenció de que habría podido charlar con Velázquez de tú a tú porque comprendía el dolor de sus trazos. La otra noche, cuando Sabina le dedicó su concierto, el torero saludó en pie desde el sitio en el que tanta belleza cuajó, y al volver a sentarse, entre lágrimas, gimió: «Es de los de verdad».
Curro salió con su bastón por la Puerta del Príncipe feliz y a la altura de las cadenas el público le aclamó al unísono: «Torero, torero». Él no lo sabe, pero ha dejado ya para siempre una mata de romero en el bombín del hombre de verdad que canta sin voz aquello de «cuando era más joven»...
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