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La Alberca

Romero en el bombín

Curro y Sabina son dos formas de lo mismo: la demostración de que el arte sublime está por encima de la técnica

Alberto García Reyes

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La voz de Sabina es una ruina romana. En los cuatro ladrillos que quedan hay que imaginarse un templo. Cada uno el que quiera. Como en la verónica y cuarto que trazaba Curro sobre la yema del Baratillo. Los genios nunca terminan sus obras, sólo ... las esbozan. Porque el verdadero artista le cede siempre el pincel al espectador para que cada cual culmine el cuadro como le plazca. Toda obra maestra es eterna no por ser concluyente, sino todo lo contrario, porque el autor ha conseguido dejar vacía una parte de ella para que cada época la termine como quiera. Decía Rafael el Gallo que clásico es «lo que no se puede hasé mejó». Esta sentencia podría completarse con la idea de que jamás hay nada más moderno que lo clásico porque nunca pierde actualidad. En el caso de Sabina y de Curro, dos cimas de la bohemia, coincide un concepto estético superlativo: igual que Romero podía permitirse quitarse de encima los toros que no le gustaban, Joaquín puede ser una estrella de la música sin voz. Ambos demuestran que el arte no es sólo una reunión de condiciones técnicas porque entonces se podría aprender a trascender. Y eso es imposible. El verdadero arte, el sublime, añade a las aptitudes un misterio. El de Sabina es el verso. El de Curro es el temple.

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