la alberca
Réquiem por la Bienal de Flamenco
La edición que acaba de terminar ha sido indigna de un arte tan grande y también de Sevilla
Hay un argumento que por sí solo sirve para calificar la recién clausurada Bienal de Flamenco de Sevilla como la peor que recuerdo: mientras el Niño de Elche estaba desafinando en el Lope de Vega, que es el templo jondo de la ciudad por excelencia, ... Pansequito, José de la Tomasa, Rancapino, Juan Villar, El Pele, Aurora Vargas, Lole Montoya, José Mercé o Arcángel estaban en su casa. Poveda ha preferido ir al festival Icónica y la Niña Pastori a las noches de la Maestranza. A partir de ahí no hay mucho más que hablar. Ha habido noches buenas, obviamente, gracias a los jóvenes que vienen empujando y a las primeras figuras que han participado, pero nunca han faltado tantos maestros como este año. Sin embargo, la Bienal de Flamenco ha tocado fondo por razones que van más allá de la programación. El modelo está muerto porque el propio Ayuntamiento se ha encargado de fagocitarlo contraprogramando otras citas en la misma fecha a pesar de que el festival jondo se celebra cada dos años y se pregona como el mejor del mundo en su género. En lugar de invertir la mayor partida de Cultura para potenciar el certamen y convertirlo en la gran referencia universal de este arte nuestro, se le escatiman recursos para destinarlos a otro tipo de eventos en los que somos una ciudad más. Una cualquiera. Renunciamos a ser los mejores del mundo en nuestra propia música para ser del montón en otros sectores. Es duro decirlo, pero existe un complejo político con el flamenco que es directamente opuesto a la repercusión que este arte andaluz tiene en todo el planeta.
Si Sevilla creyese de verdad en la Bienal y la mimara como epicentro de la cultura jonda a nivel mundial, nombraría directores indiscutibles, buscaría acuerdos con otras administraciones para crear una infraestructura potente, firmaría convenios con todos los grandes festivales de música para que los artistas que estrenan propuestas en Sevilla girasen después por los cinco continentes paseando nuestro sello de calidad, diseñaría espectáculos únicos que sólo podrían verse aquí y le reservaría la mayor parte de su presupuesto cultural. Ay si el flamenco fuese catalán. Pero la Bienal sólo sobrevive porque este patrimonio es invencible y los artistas tienen una dimensión que les permite tirar del carro sin ayuda de nadie. El público no sabe que muchas estrellas no vienen porque la dirección les obliga a presentar un proyecto. Es decir, las figuras tienen que llamar al programador y no al contrario. Esto es sólo un ejemplo del declive de un festival caótico e intrascendente para el propio organizador, que lo acosa con otros eventos en las mismas fechas.
La Bienal es una seguiriya afónica, una mala agonía que susurra por martinete: «Yo ya no soy la que era / ni quien debía de ser, / soy un mueble de tristeza / arrumbao en la pared». Y los aficionados, cansados de tanto flamenco de plástico, nos aliviamos con la soleá de Augusto Ferrán: «Como la quería tanto, / se dejó el hierro en la herida / para morir más despacio».
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