La Alberca
El ay de Pedro Peña
La muerte del lebrijano deja en manos de Dorantes un legado único, una forma sublime de ser flamenco
Hay un eco por seguiriyas al golpe, un dolor de nudillos, un Ecce Homo de Lebrija tronando sobre el ay de los gitanos, un profundo orobroy flamenco que verdece las marismas y las viñas vidueñas, hay un pozo de viento en el ángulo oscuro del ... salón de la Perrata que se ha quedado dormido sobre los estertores del río. Murió Pedro Peña hace unas semanas, justo con el último suspiro de Antonio Burgos, y tuve que atrasar mi escritura como él atrasaba el cante. Su hermano Juan me enseñó que el compás verdadero consiste en llegar siempre solo al sitio al que todos van en tropel, unas veces antes y otras veces después, porque los martillazos que se dan fuera del yunque son los que hacen que la música esté siempre viva. Pedro Peña, el padre del compositor Dorantes y del guitarrista Pedro María, daba siempre los golpes donde se le antojaba. Adrede. Tocaba la guitarra como un patriarca que sale a recoger a sus hijos por la noche. A cada uno su falseta. Cantaba sin la menor intención de gustar, sino de aliviarse. No era un prodigio técnico en ninguna de las dos cosas. Pero fue un artista de esos que el tiempo agrandará. Un maestro gitano. Literalmente. Un profesor de Lengua al que le estallaron las papilas por soleá. Su hermano El Lebrijano decía que la música es «el bien componer de los sonidos en el tiempo» e inmediatamente apostillaba: «Estoy hablando de la música, el arte es otra cosa». En esa casa perfumada con la alhucema de María la Perrata, pregonera de la angustia, y construida sobre la estrecha loza de la escasez en la que Bernardo Peña bailaba por bulerías, la música podía ser el pito de la olla, la chifla del afilaor, el traqueteo de las herraduras, el chorro en el cristal de un mosto de González Palacios, el llanto de un chiquillo por la calle Silera, el borboteo de una caracolá... Pero el arte era un concepto menos rutinario, más ritual. El arte era su fe. Cuando Juan se casó, cantaron en su boda la Niña de los Peines, Antonio Mairena y Pepe Pinto. A ver si me explico.
Pedro, que se ha ido como se van los gitanos sabios, administrando los silencios de su cante, tocó su bajañí en aquella fiesta nupcial y dejó, como maestro que era, un catón del acompañamiento. Se trataba de algo más que de conocer el flamenco para poder anticiparse a todas las improvisaciones. Consistía exactamente en tenerlo metido en los huesos, no en saberlo, sino en intuirlo, no en dominarlo, sino en ser su esclavo. En la casa de los Peña se ha creado una parte muy importante de la jondura contemporánea, pero jamás hubo una traición. Todos han sido modernos sin saltarse ninguna alambrada. Todos han logrado expresarse siempre como si fuera la primera vez, sin repetir jamás lo de ayer. Y ahora Pedro deja en su hijo Dorantes ese legado único, el de un linaje revolucionario que ha logrado abrir los ojos de Andalucía. Y sobre todo —que las campanas de Santa María de la Oliva doblen desde Triana a la desembocadura— le ha dado sentido perpetuo al romance de los cabales: «Esta noche mando yo, / mañana mande quien quiera». En mi noche manda ese ay. El ay con el que afino mis duquelas más negras.
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