LA ALBERCA
El Loco herido
Quintero vivía una rutina descarnada bajo el disfraz de la bohemia, era tan bueno en lo suyo que tuvo que pagarlo
De todas las entrevistas del Loco, la que más le retrata es una que anda perdida por los archivos del flamenco. Se sentó ante Gaspar de Utrera, un cantaor tan colosal que pasó desapercibido para las mayorías, y le hizo apenas dos preguntas.
—¿Le ... gusta que le digan que es un artista de minorías?
—Jesús, las minorías no dan nada, no dan de comer.
—¿Pero el dinero sirve para algo?
—Pregúntaselo al del supermercado de mi calle, que tengo que tirar por otro lado. Si tú entras en un bar sin dinero, la gente te lo nota.
Ante respuestas tan rudimentarias, mitad desabridas mitad desesperadas, Quintero guardó un silencio que no era habitual en su repertorio de vacíos. Era como si se estuviese reflejando en las gafas de culo de botella de Gaspar. Y sólo encontró una salida a ese laberinto introspectivo. Alzó la copa y brindó con el gitano: «¡Salud, Gaspar!». Pero la contestación le cogió por la espalda: «A mí dame dinero, la salud pa ustedes». Era casi imposible que el hombre que había inventado el tenebrismo en la radio, el que creó la sinestesia más rotunda de las ondas —la oscuridad que entra por el oído— se quedase desnudo ante el público, pero en el fondo Jesús Quintero vivía una rutina descarnada bajo el disfraz de la bohemia. No se puede ser un genio, menos aún de su talla, sin heridas bajo la ropa. Él se ponía abrigos de colores, botas de chalado, camisas que parecían cortinas, pero en la tramoya de sus carnes había charcos de pus que jamás mancharon el escenario. El Loco vivía con el precipicio del fracaso a sus pies y nunca consiguió perderle un paso a esa perpetua sensación de descalabro. De alguna manera, todos los personajes que fue recogiendo de la basura, desdentados, manirrotos, noctívagos, harapientos, descalabozados y solitarios, toda esa fauna de vividores que se alimentaban del aire, los majaderos que nos puso en las narices para bajarnos al mundo real no eran más que su propia cara be. El Loco falló tantas veces que hizo descender a sus duendes desde el edén de su creatividad a las calderas de su caos. Por eso va a pasar a la historia como uno de los grandes transformadores de su época. Ahora le harán homenajes, le pondrán un monumento en su pueblo, San Juan del Puerto, e incluso en pueblos a los que nunca fue, recortarán sus mejores silencios ante presidentes de gobiernos, estrellas de la música o asesinos en serie. Se le elogiará como manager revolucionario de los ochenta, sobre todo cuando consiguió que 'Entre dos aguas' de Paco de Lucía liderara las listas de la radiofórmula y diera la vuelta al mundo. Se enumerarán también sus petardos, sobre todo en los negocios, para perfilarlo como un goliardo moderno. Pero la realidad es más cruda: Quintero fue un esclavo de su genialidad. Las mayorías se lo dieron todo y, como a Gaspar de Utrera, las minorías se lo quitaron. Y al entrar en los bares, la gente se lo notaba: era demasiado bueno como para ser feliz.
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