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La Alberca

Fuego en el alma

En la España vacía, la callada y ausente, el invierno se olvida su esplendor en el suelo...

Alberto García Reyes

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En las cárdenas tardes del verano, la luz excesiva del monte oscurece la fe. La ceniza que vuela por la brisa del patio y se posa, ya exhausta, en el ojo del pozo vaticina un desastre de alcornoques sin hálito y de pájaros muertos. El ... compás de las alas, el zigzag de las bichas, el olor de los robles, el susurro del agua sorteando los riscos: todo ha sido invadido por el flébil crujir de los troncos en llamas. En los pueblos se escucha esa agraz sinfonía de las ramas ardiendo, el estuoso sonido del infierno en las faldas de la sierra. El dolor. ¿Cómo huele el estrago de las zarzas ajadas? ¿Cómo suena el avance de un incendio en el alma? La catástrofe siempre deja huella en la estirpe. La memoria se hereda. Esa imagen del fuego enlutando lo verde es un rastro de pena que se queda en las tripas, dentro del nucleolo del recuerdo infinito. Los lugareños dicen que el paisaje quemado con el tiempo se cura. ¿Pero quién nos devuelve la memoria marchita, el antiguo horizonte, la campiña infantil? ¿Es que acaso se puede negociar con el tiempo? Lo perdido no vuelve. Sólo vuelven las cosas que cambiaron de sitio. Pero nunca regresan los latidos de antaño. Una vid calcinada es un río que pasa: nunca puedes tocar el mismo agua dos veces. Los arbustos antiguos que arañaban las piernas de los niños rurales herirán más adentro y los nuevos zarzales, por muy frescos que broten, no serán nunca aquellos que en las tardes heladas nos prestaron su olor. Serán otros, tan bellos, pero otros. Trasuntos.

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