La Alberca
Fuego en el alma
En la España vacía, la callada y ausente, el invierno se olvida su esplendor en el suelo...
En las cárdenas tardes del verano, la luz excesiva del monte oscurece la fe. La ceniza que vuela por la brisa del patio y se posa, ya exhausta, en el ojo del pozo vaticina un desastre de alcornoques sin hálito y de pájaros muertos. El ... compás de las alas, el zigzag de las bichas, el olor de los robles, el susurro del agua sorteando los riscos: todo ha sido invadido por el flébil crujir de los troncos en llamas. En los pueblos se escucha esa agraz sinfonía de las ramas ardiendo, el estuoso sonido del infierno en las faldas de la sierra. El dolor. ¿Cómo huele el estrago de las zarzas ajadas? ¿Cómo suena el avance de un incendio en el alma? La catástrofe siempre deja huella en la estirpe. La memoria se hereda. Esa imagen del fuego enlutando lo verde es un rastro de pena que se queda en las tripas, dentro del nucleolo del recuerdo infinito. Los lugareños dicen que el paisaje quemado con el tiempo se cura. ¿Pero quién nos devuelve la memoria marchita, el antiguo horizonte, la campiña infantil? ¿Es que acaso se puede negociar con el tiempo? Lo perdido no vuelve. Sólo vuelven las cosas que cambiaron de sitio. Pero nunca regresan los latidos de antaño. Una vid calcinada es un río que pasa: nunca puedes tocar el mismo agua dos veces. Los arbustos antiguos que arañaban las piernas de los niños rurales herirán más adentro y los nuevos zarzales, por muy frescos que broten, no serán nunca aquellos que en las tardes heladas nos prestaron su olor. Serán otros, tan bellos, pero otros. Trasuntos.
Este fuego de dentro que atraviesa la carne y los huesos de tierra, esa llama feroz que devora dehesas, el rugir de Vulcano es un fiero dragón despiadado, violento, que en sus nupcias de viento nos asuela los ojos. La metáfora inútil de la flora fumando, la visión implacable de ese manto zaíno que se tiende en la arena, las columnas de humo levantando su templo, ese caño de mar arrojando su sal en los senos del monte, esa gente tiznada que se enfrenta al abismo, todo es tétrico, amargo. Me pregunto por qué puede el hombre arrasar su paraje nativo, qué pulsión o qué odio puede a alguien llevar a prender sus orígenes. Y también me pregunto qué costumbres perdidas nos trajeron aquí. En la patria vacía, la callada y ausente, el invierno se deja su esplendor en el suelo y el siguiente solsticio fagocita el abrojo. Cada año lo mismo. Los burócratas fríos del asfalto se turnan, pero el fuego no cambia, ni la tierra abrasada, ni el olor a ceniza... Cada vez que una higuera se deshace en el campo, cada vez que un venado agoniza en la pira con berreas lejanas, cada vez que un pastor deja solas sus cabras para huir del desastre, hemos sido culpables de una aciaga indolencia. La postal de los pueblos que se han ido de sí, de los montes dejados de la mano de Dios, de los trenes partiendo los incendios en dos, de los bosques chillando soledades profundas y del cielo aplomado por la gris vaharada del dióxido muerto es un llanto de duelo. Una ola de fuego nos ahoga en la playa. Nadie cuenta las lágrimas, estadística pura del dolor. Sólo hectáreas. Con los números cubren el féretro de España.
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