la alberca
Excelentísimo Ignacio Camacho
Su defensa del periodismo es la obra maestra del oficio, el catón del articulismo contemporáneo
El tratado de periodismo que Ignacio Camacho declamó en la casa de los Pinelo, templo del Renacimiento sevillano y sede de todos los saberes de la ciudad, tiene una esencia barroca, casi de miedo al vacío, que está en la rotunda exactitud de sus palabras ... para definir la permanente sensación de movimiento de la prensa contemporánea. Camacho reúne todas las condiciones sacrosantas del periodista mayúsculo: no se casa con nadie, no negocia su posición ni con los lectores, sólo encuentra la felicidad mientras busca la verdad, escribe como dios y, esto es para mí lo más importante para administrar el poder de la influencia sin abusos, es humilde. En su discurso de ingreso en la Academia profundizó en los valores del buen articulista sin adentrarse en este último precisamente para no caer en la falsa modestia, pero me atrevo a dar fe de primera mano de que el marchenero repudia la vanidad de las estrellas mediáticas. Él es un hombre que duda, un pesimista irredento, un gigante débil. Y porque jamás habla desde ninguna atalaya más que desde la de su exigencia moral consigo mismo, es el mejor columnista español contemporáneo y uno de los mejores de todos los tiempos. Dijo en la Academia, bajo yeserías que llevan varios siglos asistiendo a la pléyade del conocimiento sevillano, que un periodista no gobierna nada, simplemente cuenta lo que ve desde una posición honesta. Y en esa frase está condensado su alegato contra el ego mediático actual, que es uno de los males endémicos de la prensa junto, como recalcó, la dictadura del 'clickbait' y el sesgo de confirmación. Disculpen la confesión, pero me emocioné escuchándole recitar el catón de este oficio, del que todos somos aprendices a su vera.
Cuando Camacho llegó a ABC yo era un becario. Los jóvenes de mi quinta que entonces comenzábamos a jugar al milagro diario de construir un periódico no nos atrevíamos a acercarnos a él porque a los ídolos no se les molesta. Ignacio fumaba entonces en pipa y solía lucir un sombrero y una gabardina que colgaba en un perchero sobre el que José Luis Montoya, su compañero de mesa, vertía grandes nubarrones de cohíba. Aquella esquina de la redacción tenía un cendal de alta montaña que permitía al maestro escribir de manera invisible. A la distancia a la que yo estaba, sólo llegaba el sonido de las teclas. El ritmo. La música. Y a lo mejor estoy que voy a decir suena inverosímil, pero juro que así lo siento yo: cuando al día siguiente leía su artículo, siempre escuchaba esa melodía de su percusión sobre el teclado. Eso fue lo primero que me ayudó a entender su dimensión como escritor hasta que aprendí que el compás interno de su escritura sólo era un pilar del templo 'camachiano'. Con el tiempo percibí que, con esa música, Ignacio Camacho López de Sagredo estaba componiendo cada mañana la ópera de la España contemporánea. El fondo y la forma bailaban la misma coreografía. Y desde entonces, mucho antes del ingreso en la Academia, es para los lectores de este periódico un hombre excelentísimo.
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