La alberca
Las balas de Rufián
Esos proyectiles simbolizan su nivel político: todas sus soflamas son de fogueo
LA política moderna es sainetera. Los oradores con el léxico más raquítico de la historia parlamentaria se obstinan en hallar una diatriba diaria con la que justificar su jornal. A ver quién es más ingenioso en una frase corta que quepa en los rótulos de ... los informativos. Los diputados contemporáneos aspiran a ser monologuistas del Club de la Comedia, faranduleros, charlatanes. Y entre todos ellos el más empeñado en recitar vodeviles de corral es Gabriel Rufián, albañil de la palabra que se vende en las tabernas de su pueblo como arquitecto vanguardista. Rufián es un resumen perfecto de nuestro declive social: los estudios justos, una vida laboral escueta, una soberbia directamente proporcional a su ignorancia, un toque macarra y, sobre todo, una vanidad empalagosa. Su dialéctica gruesa, populachera y reguetonera nos ha ofrecido ya demasiados episodios tragicómicos en el Congreso, pero ninguno ha sido tan esperpéntico como el de las tres balas supuestamente recogidas en la valla de Melilla que se sacó del bolsillo de la chaqueta y colocó en el atril durante su intervención en el debate sobre el estado de la Nación. No se le puede negar su vis actoral, ese movimiento sosegado del brazo y el golpe de cada proyectil en la madera rompiendo su silencio efectista. ¿Cuántas veces habrá ensayado la escena durante el fin de semana poniendo las balas sobre el lavabo de su casa frente al espejo?
La retórica política está en decadencia. Cervantes empleó en el Quijote 23.000 palabras distintas. Vale que el manco de Lepanto es un ejemplo excesivo, pero a principios del siglo XX un español culto usaba unas diez mil palabras. Hoy el vocabulario de los escritores más conocidos ronda las 5.000 y el de un español medio apenas las mil. No hay aún estudios sobre la pobreza léxica de Rufián, pero me atrevería a apostar a que no pasa de las 500 palabras. Por eso en lugar de construir un discurso serio acerca de los muertos en la valla de Melilla, sacó tres balas de su bolsillo. Lo que él no sabía es que eran de fogueo, como sus soflamas.
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