LA TERCERA
Las calles ya no son suyas
«La Diada ya no es aquella fiesta transversal, sino el reducto declamatorio de ese independentismo que tanto daño ha hecho a la convivencia entre catalanes. Una mistificación que cuenta con la complicidad de una izquierda (PSC, Comunes y sindicatos) acomplejada por el nacionalismo»
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En la Diada de 2012, millón y medio de manifestantes, el independentismo proclamó que las calles siempre serían suyas. Y lo fueron. La Diada de 2014, millón ochocientos mil participantes. No fue hasta 2019 cuando la cifra bajó a seiscientos mil, hasta decrecer a los ... ciento quince mil en 2023 y reducirse a los setenta y tres mil este año en cinco manifestaciones: Barcelona, Tarragona, Lérida, Gerona y Tortosa. Si tenemos en cuenta que dos de las organizaciones convocantes –ANC y Òmnium– cuentan con casi doscientos mil afiliados y que los partidos independentistas (Junts, ERC, CUP y Aliança Catalana) captaron en las últimas autonómicas más de un millón doscientos mil votos, el eslogan de que «las calles siempre serán nuestras» se queda en brindis al sol.
Que las calles ya no son del independentismo estaba a la vista de cualquiera que paseara por Barcelona el pasado miércoles. La ciudadanía que no depende de la Cataluña oficial hace tiempo que no pone flores en el monumento a Casanova, una escenificación con unos participantes que ponen cara de tomarse la cosa muy en serio porque les va en el sueldo. Las vísperas, con las marchas nocturnales de irredentos antorchados, traen a colación episodios de la más negra memoria. Las banderas de la estrella, ahora más solitaria, ya no son la regla sino la excepción en los edificios. Los transeúntes con las camisetas de la ANC escaseaban: pensionistas de cabellos cenicientos y barriga prominente embutidos en la antiestética prenda que promete hacer más corto el camino a la independencia.
¿Y cuál es el camino de unas fuerzas políticas enfrentadas y unas entidades desmovilizadas? No hay hoja de ruta, salvo la gesticulación infantiloide y los tejemanejes con el PSOE sanchista. En esta Diada hubo más de lo mismo. Hacer creer a la menguante parroquia que una Cataluña separada de España será la sucursal del Edén. La vivienda al alcance de todos; la sanidad catalana funcionará como nunca y todo lo curará; los trenes arribarán puntuales y las empresas se pelearán por radicarse en Cataluña. Y las habituales dosis de rencor. Como el chiste sobre la inquina de los italianos hacia sus gobernantes: «¿Piove? ¡Porco governo!» En versión independentista cambiemos el «porco governo» por el «puta España» con el que la hiperventilada grey jaleaba al afónico Lluís Llach, presidente de la ANC (esto es lo que hay).
Las calles ya no son suyas, pero no es mérito de Pedro Sánchez. Al proceso separatista se le venció con el artículo 155 pactado por los dos partidos nacionales, en los tribunales y por la falacia de un proyecto que 'desencantó' a muchos de sus seguidores (el 95 por ciento no asomó en la Diada). Pero el independentismo sigue contando con una bolsa electoral. Aunque decrecida, permite chantajear al PSOE para que mantenga una mayoría parlamentaria más artificial que plural. Si Sánchez no necesitara a Esquerra y Junts, ni se habría reformado la sedición, ni promulgado la amnistía, ni planteado un concierto para Cataluña.
Las calles ya no son del independentismo, pero sí el relato histórico que abona la ficción. Y eso es así porque en las escuelas, TV3 y una sociedad timorata ante la verdad se reiteran los mantras victimistas. Es hora de explicar que 1714 no fue la derrota de los buenos catalanes austracistas frente a los españoles malos y borbónicos. Que Felipe V había jurado las constituciones catalanas en 1701-1702 y el conflicto se desató cuando la oligarquía local cambió de bando. Que fue una guerra de Sucesión europea en la que combatieron franceses, ingleses, holandeses, portugueses y austriacos. Que el Decreto de Nueva Planta «desescombró» Cataluña –el verbo es de Vicens Vives– de unas instituciones feudales y abrió el camino de la modernidad. Que aquella Cataluña no era independiente como Escocia (Elliott dixit). Que Casanova no murió en combate como parece expresar la estatua a la que se ponen flores: herido en una pierna, escapó del sitio y se refugió en la casa de su hijo en Sant Boi de Llobregat. Amnistiado por el régimen borbónico, ejerció de abogado hasta su muerte en 1743.
Es necesario subrayar los hechos históricos y la evolución de la Diada en el último medio siglo para diagnosticar los males del nacionalismo que, exacerbado en separatismo, asomó la sociedad catalana al precipicio. El nacionalismo instituyó en 1891 esa Diada que conjuga literatura romántica con rituales sacrificiales. La celebración recuperó el favor popular. A la Diada de 1976 en Sant Boi siguió la del retorno del presidente Tarradellas: aquella fue una Diada de todos los catalanes, elevados a la categoría de ciudadanos. El relato idealizado y no cuestionado en la Transición derivó en cónclave de una parte de los catalanes –el independentismo– que pretendía encarnar a la totalidad de catalanes. Verdades y mentiras agitadas en la coctelera del emocionalismo para mantener prietas las filas de la hispanofobia militante: «En Cataluña, la normalidad somos nosotros los independentistas», clamaba Llach en su sermón del miércoles.
Las calles ya no son suyas, pero la manipulación histórica persiste. La Diada ya no es aquella fiesta transversal, sino el reducto declamatorio de ese independentismo que tanto daño ha hecho a la convivencia entre catalanes. Una mistificación que cuenta con la complicidad de una izquierda (PSC, Comunes y sindicatos) acomplejada por el nacionalismo y que esquiva debates incómodos para no ser acusada de 'botiflera' o lerrouxista: Illa ha vuelto a dejar la Cultura en manos de Esquerra, el mismo error del PSC en 2006, cuando el segundo tripartito.
Las calles ya no son suyas, pero la burguesía que sembró la rebelión no se molesta siquiera en disimular. como Pujol y su familia, blanqueado por la sociedad civil y empresarial; Xavier Trias pidiendo al bifugado Puigdemont que siga liderando Junts. O Artur Mas, que dejó perlas como esta de 2017: «¿Os pensáis que se marcharán de aquí? Claro que no se irán de aquí. Se quedarán, que no son todos ellos ni las hijas de la caridad ni las hermanitas de los pobres. Lo hacen por intereses, ya lo sabemos eso. No os preocupéis, que ya no nos los creemos. Que ya somos un poco mayorcitos, que no nos traten de tontainas porque no lo somos. Ya sabemos que los bancos se van a pelear por estar en Cataluña».
Las calles ya no son suyas, pero el daño está hecho. Aunque el porvenir de la ficción independentista sea el desencanto, atañe a los catalanes aplicarse una 'autovacuna', como recomendaba Gaziel tras el 6 de octubre de 1934: «Buscando en el propio organismo catalán y extrayendo meticulosamente de sus propias entrañas las antitoxinas capaces de renovarlo». Sin esa dosis de autocrítica, cualquier crisis –económica o institucional–, así sucedió en 2012, servirá al secesionismo para volver a las andadas. Y las calles volverán a ser suyas.
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