Dos días en Las Vegas

Me gustan las locuras de mi hija. Me gusta que crea en la magia. Que sienta pasión por sus artistas, que haya elegido Las Vegas aunque la gira pase por Miami o Los Ángeles. Dadme desmesura porque compensa la mediocridad y el punto medio del pacto con la realidad se vuelve menos humillante. Me gusta Las Vegas. Somos exploradores. Pensamos en lo que aún no existe y lo llevamos a cabo. Me gusta sobrevolar la noche y los husos horarios con mi hija adolescente buscando su por qué y contarle historias sobre lo perdido que yo también andaba a sus años. El País de Nunca Jamás está previsto en el itinerario. Ver cómo te duermes y permanecer despierto para que alguien cuide de tus muñecas.

Ir y volver en dos días es la idea más romántica. Sólo lo esencial, sólo lo que nos explica: el concierto, los delfines, la montaña rusa que pasa por la recepción. Los cortes limpios y sin accesorios contra el prejuicio burgués de alargar diez días para aprovechar el viaje. Tu silueta de un trazo, como las ilusiones, como la esperanza. Me gusta que los Reyes te traigan lo que nunca me trajeron y no he dejado de esperarlo. Sacar a hombros al niño profundo, quererte es soñar tus sueños hasta hacerlos realidad y Santa Claus tiene el mejor trabajo del mundo.

El polvo mágico, Peter Pan lo dice, necesita de la complicidad de un pensamiento. Shane MacGowan ha muerto pero los chicos del coro aún cantan su canción. Me gusta que mi hija sepa por qué Las Vegas y que éste sea mi legado. Tu padre, tus artistas, los escenarios. El año que dudaste de la Navidad por lo que dijo una amiga del colegio, lo triste que estuviste luego. Antes de acostarnos rezamos ante el belén y acercamos a los Reyes.

Mami Darling aún no ha dado su permiso pero a todos la estrella nos guía hacia el niño.