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la tercera de abc

El fin de la era atlantista

El aislacionismo es el impulso natural y emocional de hombres como J. D. Vance, educados en conceptos de esencialismo estadounidense y que no comprenden que el mundo funciona como un sistema de Estados que actúan y cooperan

El Séptimo de Caballería

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Robert Murray Lyman

El año 2025 será recordado por los historiadores del futuro como el final de la era atlantista. Ésta, iniciada en 1941, fue aquella en la que Estados Unidos actuó como garante global de la Carta Atlántica. La era anterior, que comenzó al final de la Gran Guerra en noviembre de 1918, fue la de un aislacionismo beligerante de EE.UU. Esta vertiente de la 'psique' nacional estadounidense es fuerte y ha recibido un nuevo impulso con la elección de Donald Trump. Pero no es en absoluto dominante. El país sigue vinculado al mundo por unos lazos forjados a base de sangre y penurias desde la Segunda Guerra Mundial que incluso Trump tendrá dificultades para deshacer.

La Carta del Atlántico fue un acuerdo notable y pionero, que fijaba en palabras el compromiso de EE.UU. y el Reino Unido con un nuevo conjunto de principios de seguridad global que darían forma al mundo una vez derrotado el nazismo. Este texto, acordado por Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill en agosto de 1941, condenó en última instancia a Gran Bretaña a la pérdida de su imperio. La carta afirmaba que: (1) ninguna de las dos naciones buscaba expandirse; (2) no deseaban cambios territoriales sin el libre consentimiento de los pueblos implicados; (3) respetaban el derecho de cada pueblo a elegir su propia forma de gobierno y querían que se devolvieran los derechos soberanos y el autogobierno a aquellos que habían sido privados de ellos por la fuerza; (4) intentarían promover la igualdad de acceso de todos los estados al comercio y a las materias primas; (5) esperaban promover la colaboración mundial para mejorar las normas laborales, impulsar el progreso económico y aumentar la seguridad social; (6) tras la destrucción de la «tiranía nazi», intentarían construir una paz en la que todas las naciones pudieran vivir seguras dentro de sus fronteras, sin miedo ni miseria; (7) en una paz así, los mares deberían ser libres; y (8) a la espera del establecimiento de una seguridad global mediante la renuncia a la fuerza, los agresores potenciales debían ser desarmados.

Tras la guerra, la Carta del Atlántico se convirtió en la base de las Naciones Unidas. Pero hay que recordar que, aunque Roosevelt la firmó con Churchill en agosto de 1941 y proporcionó enérgicamente bienes para el esfuerzo bélico británico, el verdadero impulso para que EE.UU. se comprometiera llegó con el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Sin este episodio, EE.UU. habría permanecido ajeno a los acontecimientos en Europa, y el aislacionismo habría prevalecido.

Los sentimientos aislacionistas eran notablemente fuertes. De hecho, en 1937 EE.UU. había promulgado las llamadas Leyes de Neutralidad, que legalizaban el aislamiento del país frente a los enredos políticos del extranjero –específicamente en Europa– al dificultar el comercio con cualquier país en guerra, independientemente de la rectitud de la causa. Algunos de estos impulsos se basaban en el temor de que EE.UU. hubiera sido engañado para unirse a la lucha en Europa en 1917.

Contrariamente a la creencia popular, el final de la Segunda Guerra Mundial no significó el comienzo de la Pax Americana. Entre 1945 y 1949, EE.UU. volvió a replegarse sobre sí mismo, se desmilitarizó y esperó a restablecer las estructuras políticas que habían existido hasta 1939. En su ingenuidad, Washington no contó con la URSS, que había estado trabajando intensamente para crear un acuerdo de posguerra que favoreciera los intereses soviéticos. Esto tuvo el efecto (probablemente involuntario) de obligar a los gobiernos occidentales a organizarse en una alianza defensiva.

La gran diferencia entre 1939 y la actualidad es que, por mucho que lo intente, EE.UU. nunca podrá desvincularse totalmente de los lazos que unen a Occidente en los mecanismos de seguridad colectiva establecidos por nuestros antecesores. Ellos conocían la magnitud y naturaleza de las amenazas a la seguridad nacional y mundial. Las hemos olvidado, pero esta amnesia será temporal.

Uno de los elementos clave de la estructura de seguridad mundial posterior a 1945 es la ONU. El otro es la OTAN. La OTAN se construyó sobre la premisa colectiva que también estaba en el corazón de la ONU. Donde no funcionaba el diálogo, la ONU autorizaba la guerra contra los malhechores basándose en seis cláusulas de la Carta de las Naciones Unidas. Entre ellas, los artículos 42 y 43 del Capítulo VII, que, entre otras cosas, autorizan al Consejo de Seguridad a «emprender la acción por aire, mar o tierra que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales». Para una generación harta de las incesantes guerras que habían sufrido a lo largo de sus vidas, la creación de la ONU anunciaba la oportunidad de abrazar la paz internacional. Y, lo que es más importante, el interés propio se redefinía como interés colectivo en pos de la estabilidad y la paz internacionales, a través de una nueva organización que había aprendido de las debilidades de su antecesora, la Sociedad de Naciones.

Esta es la cuestión clave de hoy. El aislacionismo es el impulso natural y emocional de hombres como J. D. Vance, educados en conceptos de esencialismo estadounidense y que no comprenden que el mundo funciona como un sistema de Estados que actúan y cooperan. Pero el verdadero aislacionismo nunca será una realidad a menos que EE.UU. renuncie también a sus compromisos con la ONU y la OTAN. Dudo que eso ocurra, al menos a corto plazo. En lo inmediato, veremos a Washington intentando hacer valer un mensaje interno que recuerde al America First de finales de la década de 1930, sin esforzarse demasiado por despojarse de todos sus lastres internacionalistas. Ucrania es la primera víctima de esta actitud. Es de esperar que una Europa conmocionada tome cartas en el asunto, aunque la desunión europea en materia de seguridad es desde hace tiempo una broma entre quienes la entienden.

Irónicamente, sin embargo, son estos estorbos –la OTAN y la ONU– los que dan a EE.UU. gran parte de su poder. La era atlantista los ha hecho grandes como nunca lo fueron antes de la Segunda Guerra Mundial. Habrá mucho ruido, incluso gritos, en la Casa Blanca contra hombres como el presidente ucraniano que no se inclinan lo suficiente ante el tótem del poder estadounidense. Pero esto pasará. EE.UU. es la superpotencia natural del mundo, no porque sea fuerte, sino porque es libre. Sólo que Trump y Vance aún no se han dado cuenta de ello. A la larga, el atlantismo volverá.

SOBRE EL AUTOR
robert murray lyman

es exmilitar, historiador y miemnbro de la Orden del I. Británico. Este artículo fue publicado originalmente por Engelsberg Ideas (htttps://engelsbergideas.co

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