PERDIGONES DE PLATA
Quemar la ciudad
Ni loco me embarcaba ahora en un asalto de cubatas y gin-tonics porque el cuerpo exige el reglamentario aquelarre navideño
Mover el culo
Sospechosos habituales
Circulaba cargado con la compra del supermercado. En esas situaciones camino abotargado por un complejo de bochornoso perdedor. La dichosa compra. Frente a la emocionante vida del farandulero que se dedica a los medios de comunicación con mayor o menor fortuna, pero siempre con buen ... espíritu, luego te acuchilla la cruda realidad. Y ahí estás, en el momento de la intendencia, en ese trance de vulgar humano de carne y huesos condenado a las tareas domésticas acarreando la ingrata bolsa de la subsistencia básica para el fin de semana.
Inmerso en esas cavilaciones, a las 6 de la tarde, topé contra una pandilla que salía achispada y culebrosa desde un restaurante. Conté ocho personas. Sólo había un par de chicos que lucían un poco carisecos. Llevaba la voz cantante una joven alta y desgarbada pletórica de energía navideña. «¡Y ahora, vamonos todos juntos para quemar la ciudad!», exclamó estupenda mientras sus zancadas revelaban su fuerza. Me trastornó ese contraste, o sea el de un señor talludo, fatigado, que anda sujetando las vituallas, y una cuadrilla explosiva de juventud que se disponía a socarrar la ciudad para redondear así la comida navideña de empresa. Sentí el peso de la edad. Sentí un reparador alivio porque las ganas de quemar la ciudad y de participar en una farra se disiparon hace lustros. Sentí cierta paz porque no milito en el bando de los que siguen saliendo de barra en barra porque creen que la actitud suple a sus años. Ni loco me embarcaba ahora en un asalto de cubatas y gin-tonics porque el cuerpo exige el reglamentario aquelarre navideño. Pensé en seguirles para averiguar hacia donde se trasladaban. Me habría encantado realizar una investigación de campo, pero, ¿adónde iba uno cargado con la penosa compra? Me fijé en ellos. Los chicos parecía que se dejaban arrastrar por las circunstancias, pero ellas gastaban ese aire de gran satisfacción preñado de ansias por gozar de una juerga importante. Ojalá disfrutasen del incendio, me dije mientras, al aterrizar en casa, encendía la chimenea.
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