Perdigones de plata
¿Pa' qué me invitas?
Cuando emiten merluzadas, replico ateniéndome a la legítima defensa
Jefe de jefes
La mano y el fuego
Los que vivimos solos y trabajamos buena parte de la jornada encapsulados tras el escudo de la bendita soledad del hogar, me temo que desarrollamos una chaladura que nos encarrila hacia las cavilaciones absurdas que, sin prisa pero sin pausa, con el transcurrir de los ... años, moldea nuestra personalidad. Observo, pues, que evoluciono hacia un estado donde se mezcla la discreción absoluta con la intolerancia rotunda. Si no conozco a una parte de las personas que comparten mantel durante una cena a la cual me han convidado, no les pregunto por prudencia, por respeto, por educación y porque me importa un bledo averiguar los flecos de sus existencias. Si quieren hablar, que lo hagan. Que narren sus maravillas, sus éxitos, sus logros, sus triunfos, sus mierdas. Estupendo. Pero algunas cosas no las soporto y, entonces, se lía. Cuando emiten merluzadas, replico ateniéndome a la legítima defensa.
Se me atraganta cuando alguien, en general un bocazas que ganó mucha pasta mediante actividades turbulentas, necesita inflar pecho y dispara lo de «yo me eduqué en la universidad de la calle». Ahí contesto rapidito, componiendo faz compungida: «Pues ya se nota…». Les sienta fatal. Tiemblan. Enrojecen. Engarfian sus manos contra los reposabrazos. Resoplan como Moby Dick pero sin la escurridiza épica del blanco cetáceo. Pero lo peor vino la otra noche. Bien es cierto que de postre me dediqué a pimplar Johnny Etiqueta Azul, ese 'elisir' glorioso, según el gran Basile, que atraviesa tu gaznate con la delicadeza del dedo de un doctor amigo que investiga el interior de tu retambufa para chequear futuras enfermedades. Un señor ventripotente, que aseguró de entrada, como declaración de principios, «nunca leo libros», pronunció más tarde: «Yo soy ciudadano del mundo…». Desde mis fauces brotó un insolente: «Menos mal que no eres ciudadano de Marte». Se sulfuró una barbaridad. Se levantó y se marchó. Cuando los anfitriones me riñeron, musité el clásico: «Si sabes cómo me pongo, ¿pa' qué me invitas?». Por lo menos se descojonaron.
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