Temo su verbo jacarandoso y su presencia arrolladora. Pepe es un gitano que viste impecable con su traje, su corbata, sus tirantes y su camisa a rayas. Redondea su estampa al sujetar un maletín de piel. Parece un ejecutivo del equipo de Gordon Gekko, ... pero no lo es. Pepe abre el maletín y te coloca bajo la napia calcetines falsos de marcas auténticas a precios genuinos. Me vence siempre. Derrama un arte que me domina. Te pilla en una terraza, caña en ristre, y no puedes escapar. Le digo que no y que no. Le aseguro que le compré género hace sólo un par de meses. Pero él insiste y regreso al hogar con media docena de calcetines. Qué gran comerciante. Una vez remata la faena te clava el estoque que certifica tu derrota. «Payo, ¿me convidas a una cerveza, no?», masculla desde su voz aguardentosa, hipnótica. Menos mal que no pide champán y caviar porque, con su mesmérico poder de persuasión, también se lo pagaría.
Cuando observo a Bolaños disparar sus trolas y proyectar un frenesí eléctrico mientras nos enchufa las virtudes de la amnistía, permanezco pasmado. Luego, conforme me recupero de la tabarra, muy lento, huyendo de la tralla que me ha machacado, pienso que Bolaños está a punto de superar a mi Pepe en lo de endosar mercancía averiada al prójimo sin ningún sonrojo, sin que su cara se precipite contra el suelo, manteniendo el tipo mediante una fascinante soltura de equilibrista que brinca sobre el alambre sin red que amortigüe una posible caída. Escuchas a Bolaños en pleno éxtasis motivacional (horrorosa palabra, pero ustedes me entienden), que el hombre se viene arriba que no veas, en pleno arrebato místico de aprendiz de gurú, con esa inquebrantable fe que le imprime a sus mensajes, y la sesera se te derrite. Ignoro como hemos podido vivir hasta ahora sin la dulce amnistía. Entre que soy de personalidad blanda y carácter endeble, Bolaños me vendería calcetines, cuberterías, mantas, almohadas imantadas y pulseras de cobre contra el reuma o el flato. Pepe es un pálido aficionado al lado de Bolaños.
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