La tercera
La Princesa y el artista
Fueron ellas, y no al revés, quienes se acercaron al atelier del artista, ofreciendo la mejor imagen moderna, comprometida y futura de nuestra Monarquía constitucional
Vigencia de la sociedad civil
Ultraje a la Corte
![La Princesa y el artista](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2024/08/18/TERCERAABC_Laprincesayelartista_Trevijano-kV0H-ReUGEgGW2fQtgfTIzbbs83N-350x624@diario_abc.jpg)
Hace unas semanas, en medio de la canícula, la Princesa de Asturias y la Infanta Doña Sofía se acercaron al estudio de Jaume Plensa, al hilo de la entrega de los Premios Princesa de Girona, en Sant Feliu de Llobregat. Uno los artistas españoles ... vivos más renombrados, y con el que sus padres, Don Felipe y Doña Leticia, disfrutan de una cordial relación desde que se conocieron en Chicago en 2009 y tras la concesión del Premio Velázquez en 2013.
La noticia me ha suscitado dos reflexiones de muy diferente índole. La primera, su efecto balsámico, aunque no alcance el carácter sanador, en un panorama político cada vez más irrespirable como institucionalmente degradado. Tenía razón Ortega y Gasset cuando señalaba que «la obra de arte es una isla imaginaria que flota de realidad por todas partes». Una malhadada situación en la que los intelectuales –arrinconados, preteridos o recluidos en un exilio interior, cuando no copartícipes de los oropeles del poder–, como la misma ciudadanía –diletante y conformista, a la espera en el mejor caso del advenimiento taumatúrgico de Godot, que no va a llegar, pues ¡ellos son el anhelado Godot!– transitan por un páramo de asfixiante confrontación y de rácana mediocridad. Les invito a leer un reciente libro, 'Gran atlas de la desorientación', del buen artista, universitario de corazón e incansable animador cultural que es Paco Pérez Valencia. En este deslucido contexto comparto el clarividente juicio de Wilde: «El arte no es algo que se pueda tomar y dejar. Es necesario para vivir».
Deseo detenerme en una segunda y reconfortante consideración. La recurrente relación entre reyes y pintores, entre príncipes y artistas, desde la Antigüedad. Todo empezó con Alejandro Magno y Apeles. La 'Historia Natural' de Plinio narra su frecuente trato y amistad. Hasta el extremo de que el hijo de Filipo atendía sus sugerencias y le hizo entrega de su propia concubina –Campaspe– de la que, con ocasión de un retrato, el artista se había enamorado perdidamente. El pintor Jacques-Louis David confeccionó un sugerente lienzo de la escena denominado 'Apeles pinta a Campaspe en presencia de Alejandro Magno'. Una lista que se fue engrosando a lo largo y ancho del continente europeo.
Fue el caso, en la vecina Francia, de Francisco I y de Leonardo da Vinci. El monarca, animado por su madre, Luisa de Saboya, había atraído a su lado al florentino, deslumbrado por sus conocimientos y su incesante genialidad: dibujante, pintor, astrónomo, botánico, forense, decorador, inventor, anatomista, ingeniero… Aunque Leonardo no falleció en el Château d´Amboise en sus brazos –como señaló Vasari y de cuya recreada escenificación Ingres elaboró un pietista lienzo–, sí le fijó una generosa pensión, le visitaba a diario durante los tres años que vivió y se refería a él «como mi padre». Una presencia que explica que el Louvre atesore algunos de sus escasos cuadros: La Gioconda, San Juan Bautista y La Virgen, el Niño y Santa Ana.
Entre nosotros, la corte de los Austrias no se quedó tampoco atrás. El caso más emblemático es el de Felipe IV, un reputado aficionado a las artes que, en palabras de Lope de Vega, «supo y ejerció el arte de la pintura en sus tiernos años», y el sin par Diego Velázquez. Entre ambos se forjó un amable vínculo ininterrumpido de 37 años, con la salvedad de los dos viajes de este último a Italia y alguna estancia temporal por encargo real en El Escorial, Valladolid y Aranjuez. Como relata el académico y catedrático Feliciano Barrios, que ha estudiado los oficios palatinos de Velázquez, se aunó en él junto a la faceta artística la administrativa. Aunque, con cierta exageración, Antonio Palomino, su primer biógrafo, señalaba que «debió don Diego Velázquez a su Majestad tanto aprecio a su persona que tenía con el confianzas más que de un rey a un vasallo, tratando con el negocios muy arduos, especialmente en aquellas horas más privativas en que los señores y los demás áulicos están retirados». Pero sin desconocer las recompensas palaciegas, iniciadas con su nombramiento como ujier de cámara, para ser después ayuda de la guardarropa, ayuda de cámara y aposentador de palacio, y que terminaban con la concesión –tras la dispensa del Papa Alejandro VII– del hábito de Santiago en 1659. Las Meninas, con su cruz de la orden al pecho y su autorretrato entre reyes y princesas, fue la apoteosis visual de su éxito palatino y pictórico.
Años antes, en tiempos de Felipe II, la Infanta Isabel Clara Eugenia, casada con el archiduque Alberto de Austria, había gozado de una relación especial con Pedro Pablo Rubens desde 1609, que tanto influyó en Velázquez tras su viaje a España. Una Monarquía hispánica para la que realizó delicadas gestiones diplomáticas ante la corte de Carlos I de Inglaterra, y de espía en la Francia del cardenal Richelieu. Felipe II le otorgó patente de nobleza, la archiduquesa Isabel Clara le nombró gentil hombre de Cámara y Carlos lo invistió caballero.
La pintura se había demostrado pronto como un inigualable escudero del poder político desde los tiempos del Renacimiento y las monarquías absolutas. Un formidable instrumento de exaltación y propagación del poder. Son los casos del emperador Maximiliano I y Alberto Durero; de Carlos V y Tiziano, al que recogía, según la leyenda, su pincel del suelo; del Cardenal Richelieu y De Champaigne; de Napoleón y Jacques-Louis David; o de Carlos IV y Goya. Por no hablar hasta de Papas: Julio II y Miguel Ángel y Rafael. En última instancia, subrayaba el maestro Díez del Corral, la historia de Occidente ha usado «el lenguaje pictórico para confesar sus íntimas preferencias vitales. El europeo es fundamentalmente un hombre visual. El arte y los regímenes políticos, particularmente en los tiempos de las Monarquías absolutas en Europa, se encuentran indisolublemente vinculados a lo largo de la historia».
Evidentemente, los contextos políticos e institucionales son hoy muy disímiles. Nos hallamos en una España constitucional, muy alejada a los principios del Antiguo Régimen, cuya forma política es la Monarquía parlamentaria (artículo 1. 3 de la Constitución de 1978). Donde eso sí, la Corona tiene encomendada expresamente «el alto Patronazgo de las Reales Academias»; y, entre ellas, la de Bellas Artes de San Fernando fundada por Fernando VI en 1752. Lo que explica, desde la naturalidad, la forma y el contenido de la visita de la Princesa de Asturias y de la Infanta Doña Sofía. Fueron ellas, y no al revés, quienes se acercaron al atelier del artista. Esta se realizó, con luz y taquígrafos, con una representación de diferentes poderes y medios. Es más, el reconocido escultor aprovechó para impartir una alocución sobre «la importancia del arte en el espacio público», en el que ligó lo artístico y lo urbano en búsqueda de una «mayor integración y del cambio social». Y ambas recibieron dos reproducciones de las esculturas Julia e Isabella ubicadas en la plaza de Colón y un libro suyo. En palabras de nuestro sobresaliente artista, «la Princesa representa la idea de juventud en este país. Estoy feliz, porque no viene la Princesa, sino que viene la representación de nuestra juventud». Esto es, la mejor imagen moderna, comprometida y futura de nuestra Monarquía constitucional.
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