tiempo recobrado
Siempre nos quedará Bayona
Me escondo en agosto en las nieblas, los atardeceres y las piedras de esta Bayona eterna y fugaz
¿El final del 'procés'?
El gran carnaval
La niebla cubría Bayona en la madrugada de ayer. El día había sido esplendoroso, pero al atardecer unas sombrías nubes que venían del mar trajeron una bruma que difuminaba los contornos. A esa hora, los muros de granito exhalaban un hálito de humedad, las rejas ... parecían enmohecidas y las maderas, a punto de colapsar por la humedad de los aleros. «Empapaos del espíritu de la vieja España que perdura en estas piedras», escribía Azorín en sus 'Ensayos sobre la vida provinciana' en 1905.
El libro de Azorín rezuma tristeza y nostalgia por el Imperio perdido. Hay en sus páginas un canto a esos pueblos prósperos de antaño que todavía conservan restos de su antiguo esplendor. Bayona tuvo una fortaleza crucial para la defensa de Castilla, hoy reconvertida en Parador, y fue un importante centro pesquero durante varios siglos. En verano, es una población turística que explota la bahía más bella de la Península.
Veo a los veraneantes andar bajo mi terraza y a algunos peregrinos que hollan el camino portugués a Santiago. Todos llevan jersey a esta primera hora de la mañana. Parecen personajes errantes en la niebla en busca de su alma extraviada. El mar está tranquilo como un lago, del que sobresalen los mástiles vacíos de los veleros, recortados sobre las murallas de Monte Real.
Anteayer recorrí con unos amigos la senda fluvial del río Muiños que muere en playa América tras serpentear desde las montañas vecinas. Todo el itinerario está protegidos por espesos árboles y un sotobosque en el que pastan caballos. Algunos campesinos apilan el heno para dar de comer a las vacas mientras es fácil contemplar restos de viejos molinos en el curso de la corriente, bloques de piedra que son vestigio de un pasado no demasiado lejano.
«Vedlo y recorrerlo todo. Y luego retiraros a vuestra posada y pensad, con el recogimiento de un creyente, en esta España de fuerte leyenda», escribe el maestro de Monóvar. No puedo ni quiero evitar este sentimiento en estos pazos blasonados, en las calles estrechas, en las plazuelas solitarias de Bayona, donde el tiempo parece haberse detenido.
Dice Azorín que le invade una sensación de dolorosa tristeza y de amargo desconsuelo al viajar por esta España rural y periférica cuyos palacios evocan tiempos de perdido esplendor. A mí me sucede lo contrario, tal vez porque nuestra época es otra. No me cuesta nada percibir el espíritu de nuestros ancestros que vagan por los rincones de Bayona, aventureros que cruzaron el Atlántico, clérigos que copiaron a Platón y pescadores que perdieron su vida en estas traicioneras aguas.
Decía Montaigne que sería infeliz si no tuviera un lugar donde esconderse. Yo me escondo en agosto en las nieblas, los atardeceres y las piedras de esta Bayona eterna y fugaz cuya hermosura parece tan irreal como el sueño de un amor de adolescencia.
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