renglones torcidos
La fragilidad de los buenos
Lo mejor de la civilización se está yendo por el retrete por confundirlo con un moralismo desconcertante
Dar tu vida, dar tu sangre (12/10/23)
Apología del gañán (5/10/23)
Me disgusta la clasificación maniquea entre buenos y malos, quizá porque soy católica. El sacramento de la confesión –cuando consigo ser honesta conmigo misma– me ayuda a darme cuenta del mal actual y potencial que en mí habita. Asimismo, la Iglesia enseña que no hay ... personas buenas y malas, sino acciones buenas y malas: se odia el pecado, se ama al pecador. La primera persona en entrar al Paraíso –San Dimas, el buen ladrón– fue un condenado a muerte a quien le bastó reconocer el mal dentro de sí. El problema es que la sociedad occidental ha olvidado aquello de «mi Reino no es de este mundo» y la discusión ardiente sobre la teoría de las dos espadas –la espiritual y la terrenal, y cuál debía prevalecer en este mundo–. Un cristianismo sin Dios, sin milenios de tradición, filosofía y teología desembocó en el buenismo moralista supuestamente liberal que nos ha metido en serios problemas de difícil solución.
No me entiendan mal, principios occidentales como la presunción de inocencia han conformado quiénes somos para bien, a pesar de que a muchos les pueda pesar que se prefiera a diez culpables fuera de la cárcel a un inocente dentro de ella. Otros principios jurídicos no sólo pueden resultar chocantes, sino agotar nuestra paciencia, como el hecho de que pruebas objetivas que prueben la culpabilidad de alguien no tengan validez judicial si no cumplen una serie de requisitos. Esto deja a la policía y al sistema jurídico en inferioridad de condiciones respecto a organizaciones criminales que son una auténtica lacra. Cualquier película o serie sobre mafias o narcotraficantes lo explica mejor que una clase magistral de derecho puesto que, además, nos enseñan cuán desigual resulta el uso de la fuerza entre malos (criminales) y buenos (policía).
En esta misma línea, existen cosas que –por trayectoria histórica y cultural– nos alejaban de países como EE.UU., como la tradición europea de depositar el monopolio de la violencia exclusivamente en manos del Estado. Siempre estuve orgullosa de este rasgo nuestro hasta que hace unos años viví una semana en una ciudad (Plymouth, Inglaterra) bajo amenaza terrorista. Diré que me impactó ver al ejército circular por las calles, pero lo que mejor recuerdo fue la rabia al enterarme de que no podía llevar a cabo mi impulso de madre de dos niños muy pequeños de meter el cuchillo más grande de mi cocina en el bolso de pañales de mi bebé: me explicaron que si me pillaban con él la que se iría al 'trullo' sería yo. Es la misma rabia e indefensión que siento ahora –desde hace años, por ser sincera– al ver que lo mejor de nuestra civilización y de nuestro sistema jurídico se está yendo por el retrete por confundirlo con un moralismo desconcertante que, por un lado, trata de convencerte de que un hombre es un violador en potencia por el mero hecho de serlo y, por otro, de que no existe el terrorismo islámico: son sólo lobos solitarios o reacciones justas ante la maldad intrínseca de Occidente.
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