TIRO AL AIRE
La suerte del clima español
No sé quién nos habrá puesto esa fama de desorganizados, de abusar de la improvisación
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Un invierno, hace años, al empezar a nevar en su ciudad, una niña alemana le echó a su hermano pequeño un par de abrigos encima, lo tomó de la mano y salió con él andando. Quería huir del frío. Me imagino la angustia de los ... padres, pero no puedo reprimir una sonrisa y un pellizco de satisfacción al conocer el final de la aventura infantil. Localizados tras una docena de manzanas, su objetivo no era otro que venirse a España. Y pienso en la suerte que tengo de vivir aquí. El clima a veces lo es todo, y no sólo el frío o el calor. Leo en Twitter a Lucía Etxebarria contar que cuando estuvo en Hebrón, con la ONG Breaking the Silence, las mujeres palestinas le confesaban que su sueño era casarse con un occidental para poder huir de aquello, que también es clima, asfixiante. Y pienso en la suerte que tengo de vivir aquí.
Cuando terminé la carrera, fui a estudiar con una beca a una universidad muy reputada de Bélgica. Por entonces los 'mails' no eran 'spam' y las llamadas internacionales se denominaban conferencias, una palabra que les da ese toque de carestía y excepcionalidad. A unos días de mi viaje, sólo había recibido una, breve, de mi universidad de acogida. ¿No eran los centroeuropeos tan serios y profesionales? Me planté en mi Rectorado, sospechando que algo no iba bien. «Sólo me han llamado una vez y no dieron muchos datos. ¿Y si hay algo mal? ¿Y si cuando llegue allí no tengo plaza?». Me tranquilizaron: «No va a haber ningún problema, es un intercambio, estás admitida porque hay un alumno belga admitido aquí». El cruce garantizaba el éxito de mi empresa. El argumento no me convenció mucho, pero mi ansia de aventura estaba por encima de la duda.
El primer día en mi nueva facultad belga busqué la oficina de alumnos extranjeros. En mitad de un pasillo, una secretaria me confesó sin más que mi expediente se había perdido y podía estar «ahí». Señalaba una caja de cartón en la que se agolpaban papeles fuera de sus carpetas como si aquello fuera la mudanza de una oficina y la orden destruirlo todo. Frente a aquella caja y aquella mujer que asumía el caos con naturalidad, me sentí más que orgullosa de ser española. No sé quién nos habrá puesto esa fama de desorganizados, de abusar de la improvisación –los belgas nos la solían recordar entre risas–, pero yo sabía que en mi universidad, en mi colegio o en mi instituto de provincias, mi expediente no se había perdido nunca o de haber ocurrido –siempre puede haber accidentes– no se hubiera considerado normal. Con algo de jaleo y quizá confrontación se hubieran buscando responsables y fórmulas para que no volviera a pasar y a mí me hubieran llamado para informarme. Claro que los españoles nos quejamos de nuestro clima, pero ese clima, el de no callarse, poder criticar y quejarnos hasta de nuestras instituciones, también es suficiente razón para coger a alguien de la mano y traérselo a vivir a España.
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