EL RETRANQUEO
Costalero, ahora sí
Dieciocho años de ansia y pasión amarrados a una papeleta de sitio, la vida impresa al fin en una tarjeta de relevo. Tu primer tesoro
Las leyes inservibles
¿No será que ERC quiere dinamitar la amnistía?
Él sabía que algún día, un Domingo de Ramos, un Miércoles Santo, se acabaría la impaciencia acumulada desde niño por sentir lo que es una levantá, por arriar los zancos, por fundirse con el crujido de la madera. Jugaba a rachear por el pasillo ... con Tres Caídas o Cigarreras rompiendo el silencio de la casa entre volutas infinitas de cornetas acompasadas. Una toalla le servía como costal y se empapaba de tutoriales en internet para enrollar la morcilla con truco, dejando los pliegues hacia afuera, sin dobleces en la frente. Se fajaba como podía con una bufanda vieja de su padre. Y se tiraba de la visera hacia la nariz para esconder sus ojos, sacar su pecho de niño, y simplemente, sentirse costalero. Imaginaba su paso como un barco de costero a costero. No sé, servía cualquier silla a cuyas patas poder asirse con sus manitas mientras su zambrana imaginaria iba y venía. Y su pasillo era la rampa de El Polvorín en una tarde de sol, o Molviedro en una noche de luna, o la subida de Independencia en una nube de incienso, con Margot durmiéndolo en la trabajadera.
Nunca le tocaría a él, pensaba. No llegaba el día. El costal siempre era cosa de otros. Le faltaba altura, fuerza, vencer al tiempo. Era un simple niño con la ansiedad de que los siguientes años transcurriesen en un instante. Sí, el costal siempre era cosa de otros. De su hermano mayor, de esos tipos intratables, vikingos de la chicotá con camisetas sin mangas y dedos abrazados a las patas de la parihuela, que no se beben los botellines, que los mastican. De esos tipos que no rachean, sino engullen adoquines con el reposado vaivén de la dulzura hecha costal. Esos tipos que, como él, un día fueron niños y jugaban con la misma toalla a ser corriente de sexta, a saltar al cielo con la silla hasta rozar la lámpara, como si fuese el Giraldillo… a escuchar la voz del capataz con la pureza con que el aguardiente atraviesa la garganta de la cuadrilla de relevo. Ya no van quedando búcaros tras los pasos, sólo bidones. Pero el costal es el mismo. Sudor, cuna, saco, amor.
Hoy tu faja es de lana negra. Dieciocho años de ansia y pasión amarrados a una papeleta de sitio, la vida impresa al fin en una tarjeta de relevo. Tu primer tesoro. Corriente de sexta, sí, como soñaste, pantalón negro, zapatillas con ese tono ruán que te anochece el sentimiento, y tu propio costal, aún sin años de arriás acumuladas y revirás al compás de cada vuelta. Los nervios de tu primera vez son ese regusto que deja siempre el momento en el que posas tus manos sobre el palo de delante, oyes la primera llamada y el golpe denso del llamador te sumerge en la gloria de recibir los kilos con la sonrisa que los varales dibujan para ti. Ponte, santíguate, besa tu medalla y recuerda aquella primera otra vez, la de tu padre, la de tu hermano. Aquella en la que, ya sí, la silla quedó arrumbada en el dormitorio con la toalla cuidadosamente doblada, porque ahora es el costal quien te ha elegido.
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