el retranqueo
Luna roja, ojos azules
Su rictus es el de niños adultos con el sufrimiento por escuela y la ruptura familiar por castigo
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Sábado. A unos treinta chiquillos, rubios todos, les retratan sus conversaciones en ucraniano, sus prendas deportivas amarillas y una felicidad momentánea. Imaginas que están alegres a ratos, que se apoyan entre sí, que se han creado una micro-comunidad resignada a la espera de no ... saben qué. Acuden a un partido del Rayo Majadahonda contra el Teruel, uno de tantos de esas divisiones secundarias en campos semivacíos. Para ellos era la Champions. Pero estos niños se nos van olvidando. Tranquilizamos nuestra conciencia solidaria, los acogemos como lo que son, refugiados de una guerra en la que sepa Dios si sus hermanos luchan en el frente, si ya son huérfanos, o cómo es su soledad tras el horror. Su rictus es el de niños adultos con el sufrimiento por escuela y la ruptura familiar por castigo. Sin entender nada. Por qué ellos.
Muchos no levantan un palmo del suelo con sus zapatillas deportivas desgastadas, y su mirada azul te desarma. Pasan sus horas como quien ahorra sus meses en una burbuja, ya seguros en España, donde no hay sirenas que alerten de ataques de mortero ni animales que torturen a su padre o violen a su madre. Están a salvo, sí, pero al albur de esa incertidumbre de quien sabe que su vida y su futuro ya no son. No saben si volverán a casa, o si lo hacen, a qué ruina emocional se enfrentarán. No saben si regresarán a su colegio, o si el aula donde jugaban es ahora una cámara de torturas. Fabrican una memoria de angustia vital y sus pupilas no brillan con su infancia bruscamente amputada. Nos estamos olvidando de ellos. Si supieran qué es una amnistía, quizás reirían, entretenidos como estamos con la compraventa del poder.
Nada saben salvo que ese partido era su tarde de fiesta, un premio extraordinario a su existencia, una salida a su desangelada rutina de penas, un aliciente frente a la mirada perdida, un sueño infantil junto al hermano ausente que algún día le enseñaría qué es un fuera de juego. En el descanso, los colocaron en dos filas paralelas sincronizadamente soviéticas. Su educación y respeto eran exquisitos. Unos voluntarios les fueron entregando una bolsa de papel con una hamburguesa, un refresco y unas patatas fritas, y sus ojos celestes delataron el inusitado valor que conceden a lo más simple. Fue magia. Una inmensa luna naranja se había bebido la última luz de septiembre para regalarles, no sé, un indicio momentáneo de que hay días en los que la vida merece la pena.
Ayer les hurtaron noches eternas de fútbol en su pueblo, con los suyos. Hoy, unos sorbos de cariño, unos dioses del voluntariado, y un futbolista ucraniano, Zozulia, indignamente insultado por cuatro fanáticos que dan y quitan credenciales de demócratas desde el sectarismo, les hicieron vivir. Esos niños son la certeza de una normalidad fingida, sin más seguridad que la angustia y sin más ternura que la de unos extraños entregados e incapaces de pedir nada a cambio más que contemplar su cara iluminada solo por abrir una hamburguesa. La luna rojiza de septiembre adivina los ocasos como ninguna otra. Entonces, alguien dijo: «Menos mal que hay quien se encarga de ellos, porque nos estamos olvidando».
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