La Tercera
Ecologismo para adultos
El cambio climático es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de los ecologistas. Urge replantear la estrategia medioambiental desde el pragmatismo la eficacia y la ambición
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Este 29 de abril se cumplen 25 años de la ratificación por parte de España del Protocolo de Kioto. Ese acuerdo fue un hito crucial al reconocer y afrontar por primera vez a nivel internacional el cambio climático, claramente el desafío medioambiental más complejo ... al que nos enfrentamos en el siglo XXI. Sin embargo, desde el punto de vista sus propósitos, el balance no ha sido del todo satisfactorio: las emisiones totales de CO2, el principal gas de efecto invernadero, fueron en 2022 prácticamente las mismas que en 1998. Y aunque Kioto propició políticas que han reducido la intensidad de emisiones en la economía y por persona, eso no es suficiente. Queda por tanto muchísimo por hacer y tenemos apenas otros 25 años, el mismo periodo de tiempo transcurrido desde Kioto, para llegar al 2050 con cero emisiones netas.
Durante los últimos 25 años es indudable que el movimiento ecologista ha liderado la narrativa de acción climática, consiguiendo importantes logros. Pero empieza a ser evidente que el ecologismo tradicional no está equipado para pilotar la enormidad de la transición energética. En primer lugar, parte del activismo ecologista defiende posturas obstruccionistas e incoherentes con la lucha contra el cambio climático, como por ejemplo la resistencia a agilizar la tramitación de nuevos proyectos de energías renovables, la obsesión con el decrecentismo, o la dogmática aversión a la energía nuclear incluso como solución temporal. Por otra parte, en tanto que son una corriente social minoritaria e históricamente afín a la izquierda, no están capacitados para cimentar grandes consensos sociales y carriles amplios de acuerdo, como deja patente su apego por propuestas de limitado beneficio climático, pero de gran impacto negativo en la vida cotidiana de los ciudadanos corrientes.
Por ello, parafraseando a De Gaulle en su referencia a los políticos, el cambio climático es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de los ecologistas. Urge replantear la estrategia medioambiental desde el pragmatismo, el realismo, la eficacia y la ambición, y donde la militancia y las quimeras den paso al análisis crítico y a la planificación razonada, y el activismo social al despliegue económico.
Para comenzar, hay una urgente labor pedagógica para reparar el daño causado por un activismo climático que ha pecado de infantilismo con llamamientos a sacrificios cotidianos y estériles (véase el ciclismo militante) o existenciales y disparatados (p.ej. la renuncia a la descendencia). Son consignas que marean al personal de modo contraproducente, haciendo más por fomentar la desesperanza jeremíaca entre sus acólitos y el resentimiento entre los renuentes (que sospechan que no por reemplazar la hamburguesa por la quinoa la canícula será menos calurosa), que por hacer frente al calentamiento global.
En su lugar, hay que asumir, en primera instancia, que tenemos que adaptarnos a un aumento de la temperatura irreversible en las próximas décadas. Y a continuación hay que explicar con claridad a los ciudadanos dónde radica el problema de las emisiones (la producción de electricidad, la climatización de edificios, la industria y el transporte, a partes iguales muy aproximadamente) y presentar una planificación creíble y sensata para abordar su reducción plausible y evitar un aumento adicional de las temperaturas.
Esa planificación, que ciertamente competerá a los poderes públicos, debe dejar al ciudadano lo más tranquilo que se pueda, evitando prescribir y optando por incentivos inteligentes para la toma de sus decisiones, tanto en el mercado de bienes de consumo como en el de representación política: eligiendo gobernantes que ofrezcan planes creíbles de descarbonización y exigiéndoles que rindan cuentas.
Ninguna gestión efectiva es posible sin rendición de cuentas. Para que el coste de las políticas climáticas sea asumible es imprescindible analizarlas y compararlas en términos de coste-beneficio y horizontes temporales. No es lo mismo descarbonizar a un coste de 30 euros la tonelada de CO2 que a 200, del mismo modo que el beneficio de esa acción es mayor en 2030 que en 2050. Por ello una 'contabilidad pública climática' es esencial, especialmente en los muchos casos en los que habrá que priorizar entre diferentes asignaciones de recursos públicos limitados y compensar como proceda (e.g., en el caso del gran melón por abrir en España: los recursos hídricos y la adaptación del sector agrícola a un clima diferente).
Todo ello tiene una complejidad técnica muy superior a la que las áreas de medio ambiente de las administraciones están habituadas, por lo que habrá una inversión importante en aumentar y mejorar sus equipos técnicos para la transición energética. Pero con mayores atribuciones, la administración requerirá también estar más vigilada. Por ello será necesario un cuerpo que, desde la autonomía y la independencia, sea capaz de una revisión efectiva de las políticas climáticas, aportando consistencia y reduciendo el riesgo de oportunismo ideológico. Hablamos de establecer una agencia o autoridad climática independiente, semejante a lo que ya ocurre en el ámbito fiscal con la Airef, algo que ya opera en otros países de nuestro entorno.
Así equipados, los nuevos gestores climáticos tendrán que crear las condiciones favorables para el éxito de la transición energética.
La primera es asegurar que la población acompañe el proyecto. Incluso con una gestión ordenada de los costes, el desafío es mayúsculo y se extiende a todos los sectores, empezando por el uso del territorio: el «renovables sí, pero no así» choca con la inmensidad del volumen de nuevas infraestructuras que serán necesarias. Y continuando por la política industrial: el reemplazo de tecnologías energéticas no puede ser una improvisación atropellada en aras de la 'emergencia climática' que destruya el tejido fabril nacional y que solo conseguiría crispación social. Tiene que ser coordinado con las empresas y principales empleadores del país. Así lo reconocen los EE.UU. o nuestros vecinos franceses, que hablan de la «soberanía industrial verde» en la que la transición energética avanza a la velocidad a la que las empresas autóctonas adaptan sus procesos, en lugar de recurrir a importaciones deslocalizadoras.
En segundo lugar, habrá que hacer todo lo posible para que el despliegue y avance tecnológico sea de amplio alcance. Con las tecnologías actuales es posible descarbonizar, a un coste generalmente asumible, aproximadamente la mitad de las actividades humanas. Por ejemplo, hoy contamos con soluciones viables, a un coste no sensiblemente superior al permitido por la tecnología anterior, para un 'mix' eléctrico bajo en combustibles fósiles, una amplia reutilización de residuos, la electrificación de la climatización o de parte del transporte, y una agricultura con menos impacto en emisiones. Pero la descarbonización de grandes sectores clave de nuestras sociedades, como la construcción, metalurgia, industria química y aviación, presentan grandes desafíos y requerirán nuevas soluciones. Es un gran reto, pero también una enorme oportunidad de creación de riqueza a una escala global que emprendedores en todo el mundo se aprestan a aprovechar. En esta competición, España está relativamente bien posicionada gracias a su excelencia educativa en disciplinas técnicas y un ecosistema de empresas líderes en ingeniería e infraestructuras. Tenemos por tanto el potencial de contribuir a que el mercado, con su enorme capacidad de creación, sea capaz de aportar las soluciones tecnológicas necesarias, creando al mismo tiempo nuevas fuentes de bienestar. Para ello será clave desde el sector público el crear un entorno lo más favorable posible a esta innovación verde, tanto desde un punto de vista de marco institucional como de atracción y desarrollo de capital financiero y humano.
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