pincho de tortilla y caña
El tren de la bruja
Muchos de los sobresaltos que hemos vivido eran impensables, y sin embargo, desdiciéndose a sí mismo, Sánchez no nos ha ahorrado ninguno
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Me parece que descubrí lo que era la incertidumbre, siendo yo muy pequeño, la primera vez que me subí al tren de la bruja. Mi abuela me encaramó un buen día al vagón que iba detrás de la locomotora y me dio instrucciones muy severas ... para que no me soltara del asidero que había enfrente del asiento. Antes, mientras aguardábamos nuestro turno en la cola, yo había visto con preocupación que el tren se adentraba en un túnel oscuro, protegido con puertas abatibles, del que salían gritos horrendos y risas perversas, aunque me tranquilizó comprobar que en las caras de los pasajeros, al final del trayecto, las señas de diversión sobrepujaban a las del miedo. Aun así no pude evitar, cuando el convoy se puso en marcha, que un hormigueo perturbador me pellizcara el estómago. No volví a sentir algo parecido hasta muchos años después, cuando subí por primera vez en el ascensor del diario Pueblo, que era una cinta sin fin que recorría todas las plantas del edificio sin detenerse nunca. A mi se me olvidó saltar en el rellano del último piso y por un momento creí que moriría de un golpe en la cabeza cuando la cabina diera la vuelta para emprender el descenso. Gracias a Dios, los ingenieros de turno habían previsto la posibilidad de que hubiera usuarios tan torpes como yo y diseñaron el mecanismo a prueba de gilipollas. La incertidumbre, como en el tren de la bruja, sólo duró unos instantes.
Por alguna extraña razón que aún no tengo diagnosticada, estos días he vuelto a experimentar sensaciones parecidas a aquellas. A veces me da por pensar que estamos entrando en un túnel donde nos aguardan sustos insospechados. No es que la idea de ver aparecer a Puigdemont con una verruga peluda en la nariz dando escobazos al aire me parezca terrorífica, pero si he de decir la verdad prefiero a la arpía de mi infancia. El recorrido de la atracción infantil estaba tasado de antemano y no cabía esperar giros inesperados. Ahora no es el caso. Se suponía que muchos de los sobresaltos que hemos vivido en los últimos años eran impensables, y sin embargo, desdiciéndose a sí mismo, Sánchez no nos ha ahorrado ninguno de ellos. Su palabra es la única garantía que tenemos de que la cesta de la compra de los independentistas quedará colmada con la amnistía y de que los demás artículos que figuran en su lista no se añadirán al carrito del supermercado. Claro que creerle es más difícil que nunca. A un incumplidor patológico no se le fía de por vida. No pasaría gran cosa si el problema acabara ahí y los ingenieros de turno hubieran previsto que el sistema también esté diseñado a prueba de mentirosos. Pero no lo tengo tan claro. Muchos mecanismos de seguridad están cortocircuitados por los intereses partisanos del PSOE y a lo peor nos vemos todos haciendo el pino cuando el ascensor de la vuelta, o descarrila el tren de la bruja y acabamos a escobazo limpio. Pincho de tortilla y caña a que, por desgracia, nadie puede garantizar lo contrario.
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