PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA
Telón
No es la vuelta a la rutina laboral lo que nos entristece cuando cae el telón de las vacaciones sino la duda de si volverá a levantarse el verano siguiente
Este agosto
Hay un momento, al final del verano, en que el sol del atardecer ilumina un rincón del porche, o la silueta de una higuera, o el cantil de un desgalgadero, o la orilla solitaria de una playa, o cualquier otro lugar donde aún flotan los ... mejores recuerdos de las vacaciones, y la luz crepuscular, cobriza y gelatinosa, se derrama sobre esa imagen instantánea, como el barniz de un lienzo, y la convierte en una evocación indeleble. Ese es el momento exacto en que comienza la despedida.
Sé por José Luis Garci que uno de los momentos más íntimos de los directores de cine es en el que se despiden del decorado donde ha transcurrido el rodaje de una película antes de que lo derriben los mismos tramoyistas que lo pusieron en pie. El último paseo por los forillos que han dado vida a la historia de ficción que ellos han convertido en verdadera, si lo entiendo bien, tiene el mismo sabor que esa mirada avariciosa con que la mente de los hombres trata de cristalizar las vivencias fugaces. La ambición de memorizar los detalles de cada pedazo de tiempo que nos ha hecho felices da la medida de nuestra precariedad. Nos gustaría que la arena del reloj fuera infinita y que, después de cada partida, tuviéramos la certeza de que el verano siguiente podremos regresar a los mismos escenarios, u a otros equivalentes, que ahora se desvanecen en medio de la penumbra.
Supongo que en el mundo de cartón piedra de los platós, las despedidas encuentran el consuelo de saber que las imágenes filmadas preservan para siempre el recuerdo de la atmósfera que contribuyeron a crear, pero en las de la vida íntima de cada ser humano, las del yo en sus santuarios particulares, no hay más soporte que la memoria. Y la memoria solo es patrimonio de los vivos. Por eso los adioses veraniegos son distintos de los cinematográficos. Se parecen más a medidas de tiempo. Hay quien mide el que aún nos queda por vivir en telediarios o en cortes de pelo, pero a mí me gusta más utilizar la unidad de medida de los veraneos. No sé cuántos regresos me quedan a ese trozo de mar que me abraza desde mi infancia. Ignoro si podré seguir leyendo libros al lado de la colomera de Torre Bellver, o jugando partidas vespertinas al dominó con mis nietos María y Pelayo, o reuniéndome a comer paellas domingueras con esos buenos amigos a los que por desgracia solo veo de año en año, o batiéndome el cobre sobre la tierra batida de la pista de tenis, o teniendo tertulias de tres cuartos de hora dentro del agua. No es la vuelta a la rutina laboral lo que nos pone tristes cuando cae el telón de las vacaciones, sino la duda de si volverá a levantarse de nuevo el verano siguiente. Pincho de tortilla y caña a que eso es lo que pensaba quien quiera que escribió, en un momento de bajón melancólico como el mío, que lo peor de las despedidas es la incertidumbre del retorno.
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