pincho de tortilla y caña
Ruido
Ruido es todo aquello que perturba la comunicación de los seres humanos
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Añadan mi nombre a la lista de los partidarios del silencio. Creo firmemente que hay más elocuencia en él que en la diarrea verbal que se ha apoderado de las relaciones sociales de hoy en día. Una vez, en medio de la noche, todos los ... huéspedes de Niágara se despertaron sobresaltados porque el agua de las cataratas se había congelado y el silencio, de repente, se volvió atronador. No creo que hubiera pasado lo mismo en medio de una verbena. El ruido se ha convertido en la banda sonora de nuestra existencia y hemos acabado por naturalizar que un motero presuntuoso haga bramar el tubo de escape de su máquina cuando se detiene junto a nosotros o que un macarra desaprensivo suba a tope el volumen de la radio de su coche al sorprendernos en un mirador contemplando la luz de un atardecer. Menos mal que no soy juez, porque creo que absolvería al hombre contemplativo si en ese momento sacara una escopeta de cañones recortados y le levantara la tapa de los sesos al hortera del transistor.
Silencio es el antónimo de ruido, y ruido, tal como yo lo entiendo, es todo aquello que perturba la comunicación de los seres humanos: el chisporroteo de una onda mal sintonizada en un aparato de radio, el bullicio ensordecedor de una reunión familiar con cuñados vocingleros, el tintineo incesante de avisos de nuevos mensajes en el teléfono móvil, la pesadez del plasta que no sabe despedirse ni a tiros, las exhibiciones de «tú de eso no sabes, déjame que te lo explique» que sobreabundan en las tertulias de café, las conversaciones simultáneas en las cenas de amigos y, por supuesto, un largo etcétera de percusiones, alaridos, estupideces, bravuconadas, tuits narcisistas y peroratas extenuantes que convierten nuestro día a día en un suplicio ensordecedor. Mi animosidad contra el exceso de decibelios en la vida cotidiana no es una consecuencia de mi provecta edad. Siempre he sido un ser bastante antisocial, firme defensor del principio de que el hombre, cuando se reúne, pierde. Por eso me ha interesado un ensayo de reciente publicación, muy publicitado en los medios, que se titula 'Cállate. El poder de mantener la boca cerrada en un mundo de ruido incesante'. Su autor, Dan Lyons, es un periodista norteamericano, otrora vanílocuo irredento, que decidió morderse la lengua cuando descubrió que su verborrea le había arruinado la vida. Preguntó a antropólogos y psicólogos. Consultó estudios científicos y se pasó varios meses intentando entender por qué no podía mantener la boca cerrada. Luego volcó sus conclusiones en este ensayo, que ya se ha convertido en un 'best-seller'. Una de las personas con las que habló, un científico alemán de la Universidad de Arizona, le mostró un estudio en el que se demostraba que las personas que tienen conversaciones significativas son más felices e incluso más saludables que los demás. «¿Y qué es una conversación significativa?», le preguntó Lyons. «Aquella –respondió el científico– en la que aprendes a escuchar». Desde entonces, el ensayista exparlanchín puso un 'post-it' junto a su ordenador que decía: »cállate y escucha«. Pincho de tortilla y caña a que si siguiéramos su ejemplo el mundo mejoraría una barbaridad.
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